1Re 18,20-39; Sal 15; Mt 5,17-19

¿Plenitud a qué? A nuestro ser, que quedó deshecho cuando nos dejamos tentar por el seréis como dioses. Fue entonces, y en toda la serie de actos innumerables que descienden de ahí, cuando perdimos nuestro ser, la naturaleza divina con la que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Todo se desbarató entonces, pues todo nuestro insensato caminar alejándonos de Dios procede de esa frase de la serpiente que se adentra subrepticiamente en todo lo que somos, desbaratándonos. Algunos dicen que caídos en la nada de cara a Dios sin remedio y por completo. No parece que sea así, pues nuestro creador siempre buscó procedimientos para rehacer su imagen y semejanza en nosotros. Mas lo hizo respetando siempre nuestra libertad, aunque adoráramos el becerro de oro a la primera de cambio, aunque matáramos a Abel por la envidia del humo que subía más recto que el nuestro. Dios nunca dejó de mirarnos con nostalgia. ¿Qué tenemos; Señor, para que nos mires de este modo, siempre cargado de ternura, aunque fuere nostálgica? Hay una diferencia esencial entre la creación y la redención. En aquella todo fue en una explosión de amor que creó lo que hay, regalo de Dios para nosotros, el primero, imagen y semejanza que pudiera recibirlo con alegría… aunque nosotros preferimos irnos por nuestra cuenta para ser como Dios. Tal es el pecado. Ahora, en cambio, hay un asombroso cuidado en la recreación, como si Dios no quisiera confundirse. Y no es nada fácil vencer nuestra voluntaria libertad una vez que ha escogido como camino de amor en completud el que lleva a Jesús, su Hijo, encarnado en el seno virginal de María. No quiso doblegarnos, sino convencernos, sabiendo lo duros de mollera que somos. No le importó la largura del camino de la Alianza. Auque trasteáramos con los profetas, incluso matándolos, la Trinidad Santísima diseñó con enorme cuidado, cuidado temporal esta vez, cómo llegar hasta el final de modo que nosotros alcanzáramos la plenitud de nuestro ser de amorosidad. La creación fue en un de pronto en el que el mundo apareció tal como va siendo en el grandor del espacio, del tiempo, de la matematiciad y legalidad de sus movimientos evolutivos. Ahora, en cambio, el camino es lento, hasta llegar a ese momento asombroso que es el anuncio del ángel a María, y toda la historia posterior en la que el Hijo ha tomado carne. Desde entonces, la redención está en el discurrir de la carne de Jesús. De nuestra relación con él. No, no habrá que decir que Dios solo pergeñó un procedimiento: enviarle al sufrimiento de la cruz. No, eso no, porque fuimos nosotros los que, como fruto último de nuestro ser de pecado, lo clavamos en ella, creyendo que de este modo le habíamos vencido, y, ahora sí, de manera definitiva, seríamos como dioses. Murió en la cruz por nosotros, aunque ese fuera el camino que Dios aceptó, que era necesario como nos dice la Escritura, porque era ahí donde brillaba para nosotros el punto atractor que, con enamoramiento de amor, nos atraería hacia él con suave suasión. Y ahí, en ese lugar, se nos ofrecía la seguridad del perdón de nuestros pecados y, además, sobre todo, la vida eterna en el siempre, siempre, siempre de Dios. De esto modo la cruz fue para nosotros. Es el instrumento de nuestra salvación redentora. En el diseño redentor cabía la bajada hasta la cruz. Nosotros la hicimos necesaria, y al Dios Trinitario no le importó pagar ese precio tan desmesurado.