En la lectura del profeta Amós se denuncia el pecado del pueblo. La expresión “por tres pecados, y por el cuarto, no le perdonaré”, indica como la paciencia divina se ha colmado, tanta es la infidelidad del pueblo. La denuncia de los pecados del pueblo hace una clara alusión a injusticias de toda clase, pecados contra los demás, especialmente los pobres; pecados contra la castidad; faltas de profanación del templo…. Estamos, por tanto, no ante un crimen concreto sino ante una situación de mal en el que toda norma es transgredida. Es como si se hubiera perdido toda mesura y cualquier transgresión fuera posible.

Tras la denuncia viene el recuerdo de lo que Dios ha hecho por el su pueblo. El profeta alude claramente a la tierra que fue dada al pueblo de Israel tras el Éxodo. Recordamos que fueron liberados de la esclavitud de Egipto. Tras el paso por el desierto la nueva tierra era el sitio que recibían en heredad. Ciertamente fue conquistada, pero no con sus solas fuerzas. Fue preciso que Dios interviniera personalmente, ya que los enemigos eran más fuertes que el pueblo de Israel. Es el Señor quien derrotó a los amorreos. La nueva tierra debía ser el lugar donde, de manera especial, se practicara la justicia. El pueblo liberado de Egipto, signo del dominio del pecado, ha conquistado con la ayuda de Dios la tierra de la libertad. Por tanto en ella deberían resplandecer los mandamientos que les fueron entregados en el Sinaí. Sin embargo, sucede todo lo contrario. Ahora los israelitas han caído esclavos de su propio pecado y, en su injusticia ofenden a Dios, se hacen daño a sí mismos y arrastran a los pobres y débiles.

A la notificación del pecado, más grave por cuanto es totalmente inadecuado con la misericordia que Dios les ha mostrado, sigue el anuncio del castigo. Dios no puede permitir esa situación de mal. Y se anuncia un severo castigo del que nadie puede escapar. Si, ciertamente, el pecado indica el poder de nuestra libertad, capaz de no sujetarse al bien y dejarse arrastrar por el atractivo aparente de lo desordenado, ese pecado, esa potencia del hombre para el mal, no puede con Dios. Hay un bien que nunca puede ser vencido, que es el del Señor. Lo que se anuncia como castigo contiene, sin embargo, una esperanza. Dios es el bien supremo que nadie puede destruir nunca. Es por ello que el mal nunca vencerá en el mundo. El oráculo describe bien como todos los que se creen fuertes e indestructibles en la ejecución de sus malas acciones perecerán ante el Señor. Ni el veloz, ni el arquero, ni el valiente ni el fuerte, que aquí aluden a los que usan de sus ardides para el mal, podrán escapara del Señor.

El salmo completa la enseñanza del profeta. Aquí se alude a la persona que vive una escisión entre la fe que dice profesar y la que manifiesta con sus acciones. Un pueblo religioso, que mantiene un culto exterior de una formalidad perfecta, puede, sin embargo, vivir muy lejos de lo que profesa con los labios. En la última estrofa se alude a los que “olvidan a Dios”. Por el contexto podemos decir que se refiere al olvido de la ley de Dios en las situaciones concretas, a un Dios que sólo se recuerda en las ceremonias rituales pero que después desaparece del horizonte vital. Por el contrario, el que vive del agradecimiento, recordando que la felicidad no la construye él sino que le viene dada, ese verá “la salvación de Dios”.