Am 7,12-15; Sal 84; Ef 1,3-14; Mc 6,7-13

En el hecho de la creación ocupamos un papel que, por su audacia, nos llena de sorpresa. Hubiera podido ocurrir que, como las hierbas del campo, nos encontráramos siendo con unas cualidades que estas no tienen, circunstancias de consciencia e inteligencia que, seguramente, ningún otro ser del mundo creado tiene. Pero las cosas no son así. Si Dios tuvo un designio antes de la creación del mundo, este se refirió solamente a la persona de Cristo, por medio de la cual nos elegía también a nosotros. Porque, digan lo que quieran tantos, y de manera tan tonta como procaz porque nos lleva a un ser predeterminado, esto es, sin libertad, el acto mismo de la creación fue, cuando y como él lo quiso, el momento sin tiempo y el lugar sin espacio en donde la voluntad inteligente del Dios creador echa al ser desde la nada, un ser evolutivo y prelibertario; no un ser de rígidas estaticidades y cargado de determinismos azarosos. Si hay un designio, que lo hay, se da este en la persona de Cristo: una previsión de lo que ha de acontecer con la encarnación del Verbo cuando llegue el momento previsto, una vez extendido en su esplendor asombroso el Sermón que se va pronunciando en la creación. Si se puede decir así, el punto álgido de la creación no es el mismo acto creador, no se da en el principiar del mundo, por estupefactos que nos deje, pues él no tiene su finalidad en sí mismo, sino el momento del anuncio del ángel a María, de modo que, tras el sí, el Verbo pronuncia su Sermón en el vientre de la doncella. Y esa Palabra, ese Verbo, ese Sermón, no son por la sola cuenta del Hijo, sino voluntad inteligente de la Trinidad Santísima, creadora y providente. Ahora bien, tómese en cuenta esto de manera rigurosa, no para haber terminado la acción de Dios en ese nuevo acto de creación, la toma de carne como la nuestra por la Palabra, sino para que tenga esta un nuevo comienzo. Porque dicho acto, el designio desde el siempre, siempre, siempre de Dios, no es fruto de la previsión de un fracaso, ya que sabe cómo nosotros saldremos por peteneras al elegir ser como dioses, sino el acto de amor constante y decisivo del Dios Trinitario que busca el cumplimiento de su voluntad inteligente: que la venida del Hijo a nosotros dé plenitud al acto mismo de la creación, pues Dios, con ella, buscaba que toda su obra llegara a plenitud de amor, lo que estaba cercenado, qué digo, casi roto por entero, con nuestra actitud del seremos como dioses. Por eso, en el designio de la voluntad inteligente de Dios puso a la persona de Cristo entre nosotros, en carne como la nuestra; persona como nosotros, de modo que quien era persona divina apareciera en la creación, entre nosotros, como persona humana, haciendo de nosotros personas también. No es que nosotros no fuéramos personas desde nuestro aparecer mismo en la creación, pero ahora, con su acto encarnativo en el seno de María, nos da la posibilidad de serlo en plenitud, pues podremos obtener, con él, por él y en él, la naturaleza verdadera de nuestro ser. Ahora ya, en el discurrir de la vida de Cristo, se nos ofrece ser persona en plenitud, y para ello nos ofrece un modelo, la misma persona de Cristo. ¿Todo terminará de modo tan rutilante y luminoso? Sabemos que no: ahí está la cruz.