Gál 2,19-20; Sal 33; Jn 15,1-8

Maravilloso Pablo. Casi nada nos dice de la vida de Jesús: nos hace comprender quién es él para nosotros, y quiénes somos nosotros para él. Admirable trueque. Tomó de nuestra humanidad, encarnándose en carne como la nuestra, igual a nosotros en todo, excepto en el pecado, para que nosotros, justificados del pecado por la cruz, crucificados con él, viviéramos de él, a fin de ser para Dios ya aquí, y, luego, su vida en nosotros nos allegara al siempre, siempre, siempre de la vida en el seno de la Trinidad Santísima. ¿Cómo viviré este ahora en el que me encuentro? Por la fe que tengo en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí.

Asombroso Pablo. Apenas nos dice nada de la vida de Jesús, es verdad, pero es el primero que nos habla de él, y con qué fuerza, con qué realismo nos hace comprender que, en el Hijo, somos hijos de Dios. Nada de extrañar, pues, que sus cartas fueran consideradas Escrituras (2Pe 3,15) cuando todavía se estaba escribiendo la parte de las Escrituras que llamamos NT. No es que todo en la teología pase por Pablo, esto es obvio, pero tiene inicio en él y, ya antes, en los himnos (Flp 2,6-11 y Col 1,15-20), que recoge en sus cartas, una corriente de comprensión de Jesús, inspirada por el Espíritu, en la que todavía vivimos. No es que sea él, y, sobre todo, los pasajes de Romanos y de Gálatas que hablan de la justificación por la fe sola, el canon dentro del canon mediante el que deberíamos comprender todo el conjunto de las Escrituras, AT y NT, la teología y la vida de la Iglesia. Aunque haya parecido que este canon dentro del canon era esencial para una correcta comprensión de la doctrina, se trata de un empobrecimiento que recorta de manera drástica la comprensión de Jesús, el Hijo de Dios, y de la Iglesia que es Cuerpo de la que él es cabeza. La lectura de hoy del evangelio de Juan nos lo hace comprender con enorme consistencia cuando insiste hasta casi hacerse pesado en el permanecer, para lo que utiliza la metáfora de la vid y los sarmientos..

Padre, que es el labrador; Hijo, la verdadera vid; Espíritu, la savia que viene del Padre y del Hijo, allegándose a nosotros los sarmientos, de modo que los racimos de uvas bien maduros con los que se hará el vino del Reino pendan de nosotros. Hacemos. Hay obras. Pero todo depende de la Trinidad Santísima que obra trinitariamente en nosotros. ¿Cómo sería de otro modo? ¿Nos cortaremos de ella, llenos de orgullo por lo que es producto nuestro con el que se plenificaría nuestro seremos como dioses? No, nada de eso. Nuestra plenificación viene dada por esa acción en nosotros que es la del Dios trinitario. Todo depende de él. Acción trinaria. Es Cristo quien vive en mí porque el Padre es el labrador que prepara el campo de la vid, podando los sarmientos a su debido tiempo para que, insertados en el Hijo, mediante el seguimiento de Jesús, para contemplar el espectáculo de la cruz en el que somos salvados y redimidos, para vivir en nuestra carne con el Viviente, metamos nuestra mano en la llaga de su costado, de donde nacen el bautismo y la eucaristía. Y, aunque está en lo alto del cielo, a la derecha de Dios Padre, vive en mí por el Espíritu Santo.