Jer 2,1-3.7-8.12-13; Sal 35; Mt 13,10-17

¿Nos habrá encontrado más guapos a nosotros que a ellos o más listos o mejor preparados? Este es el Misterio de la elección. Hemos sido elegidos sin dignidad especial por nuestra parte. Las Escrituras nos muestran una historia, la historia de un pueblo, el pueblo de la Alianza. Una historia que viene desde la creación misma, mediante la que el designio del Dios Trino va encontrando su lento camino para que alcancemos la plenitud de nuestra naturaleza como seres de amorosidad, aquella que perdimos con la engañifla horrorosa del seréis como dioses. Dios pudo aniquilarnos, aburrido para siempre de nosotros. Pero eligió otro camino. El designio de Dios, ahora sí, designio de insoportable amor que fue tomando cuerpo día a día, momento a momento, en historia compleja, a veces angustiosa. Venía preparado desde la modelación del Hijo de la misma Trinidad Santísima en la carne al comienzo de los tiempos, cuando nuestra carne fue tocada por las Manos de Dios de modo que en la suya preparó la plenitud de nuestra naturaleza. Todo en tan compleja historia, llega a cumplimiento en el Misterio de la cruz. Por eso, a quienes se rozaron con Jesús cuando vivía en Palestina y Jerusalén, o a quines se rozan ahora con él en ese Cuerpo que es la Iglesia, del que él es Cabeza, nos llama a que demos a conocer a los demás, cercanos y lejanos, en misión constante, el camino de Jesús; senda que lleva a Dios a todos los que le confesamos. Nosotros, así, conocemos los secretos del Reino: que el Invisible se hace visible en Jesús; que su carne y su sangre son sacramento de vida; que él se muestra de manera más completa en los que viven la buena aventura de nada tener, de sufrir y llorar, de luchar por la paz, de ser mansos y humildes de corazón, de estar junto a la cruz de Jesús con su madre y aquel a quien tanto amaba, figura de su amor por nosotros. Nuestros ojos ven y nuestros oídos oyen. Hemos sido elegidos para ver y oír, de modo que vayamos a ellos y anunciemos ese ver y ese oír, no para que, avariciosos, queramos guardarlo para nosotros. Nos ha elegido porque somos misioneros, para que lo seamos; porque nuestra vida es misional, de otro modo, desconocemos nosotros también los secretos del Reino de los Cielos.

Así pues, ve y grita a los oídos de Jerusalén la ternura y el cariño que tuvo el Señor con su pueblo, que fue correspondido con amor de novia. Sin embargo, qué pronto nos olvidamos de ese nuestro amor, abandonándole a él, que era fuente de agua viva, hasta el punto de que pusimos en tentación al Señor de olvidar su ternura y cariño primeros. Pero hubo intercesores como Moisés, y tantos profetas. Hay intercesor en el que se da la plenitud y el cumplimiento de esa historia en la que se va dibujando el designio del Dios Trinitario: Jesús. Y nosotros somos sus testigos. Para ello somos enviados en misión, para que como Pablo y los apóstoles y los discípulos primeros, gastemos nuestra vida en ese envío. Para eso se nos ha concedido conocer esos misterios. Misterio de redención en el amor, nuestra fuente de agua viva, la luz que nos hace ver la luz, de donde nos viene la misericordia y se nos dona una fidelidad que no merecíamos. Hemos sido elegidos, pues, para la misión.