Dios se da a conocer a Ezequiel. Leemos en la primera lectura cómo se muestra el Señor a su profeta. Se nos dice que eso no sucede en Jerusalén, lugar del templo, sino en la “tierra de los caldeos”, donde el pueblo de Israel sufre destierro. Pero Dios se manifiesta con toda su gloria, porque esta no depende de lo que los hombres le dan con su culto, sino que viene de él mismo. Aparece el Señor rodeado de cuatro seres alados en los que la tradición ha visto representados a los cuatro evangelistas. Pero lo que sorprende es cómo Dios se ha a conocer a un pueblo que ha sido humillado y conducido lejos de su tierra. Aquella tierra se la había dado Dios y ahora que han tenido que abandonarla es el mismo Dios quien se acerca a ellos. La gloria de Dios no queda menoscabada porque el hombre no le dé culto. Tampoco es disminuida porque su pueblo, como consecuencia de los pecados, haya caído en manos de una potencia extranjera. Dios es el mismo siempre y su poder es infinito.

El salmo señala como toda la creación ha de cantar la alabanza del Señor. Empieza el salmo indicando la gloria que le debe dar la creación en general, incluyendo a los ángeles. Porque Él es Señor de todo, tanto de lo visible como de lo invisible. Después se señala como todos los pueblos han de rendirle tributo de adoración. Esta obligación abarca a todos los reyes y pueblos, y también a todos los hombres (de ahí que se enumeren a los jóvenes, las doncellas, los ancianos y los niños). A continuación se señala como debe ser adorado como el único Dios verdadero y como su Majestad se extiende sobre todas las cosas. Nada escapa al poder de Dios ni hay criatura alguna que, por el mero hecho de existir no deba ser reflejo de su gloria. De hecho toda criatura lleva la huella de su hacedor, aunque no siempre, especialmente los hombres, reconocemos ese hecho en nuestra vida. Finalmente el salmo subraya como Dios se fija especialmente en un pueblo que es pequeño, Israel, y cómo le muestra su predilección. Él es el pueblo elegido en el que Dios se complace especialmente.

El hombre puede olvidarse de Dios, pero Él nunca se olvida de nosotros. Nuestra sola existencia es ya recordatorio de su presencia. Sin embargo podemos olvidar su majestad. En la primera lectura se nos aparece rodeado de gloria. Y lo vemos situado en un trono, signo de su realeza. Aparece, dice el profeta, “una figura que parecía un hombre”. Este texto enigmático, que puede apuntar a la encarnación, expresa, en medio de toda esa magnificencia gloriosa de la visión, la cercanía de Dios hacia los hombres. En este caso su proximidad al pueblo que está deportado. Porque aunque el hombre viva muchas veces lejos de Dios, Él nunca está lejos de nosotros. Continuamente acorta la distancia que nos separa de Él.

Esta manifestación de la gloria de Dios la podemos entender mejor a través de una afirmación de san Ireneo. En ella se nos dice: “la gloria de Dios es que el hombre viva”. Dios quiere el bien de todo lo que ha creado y singularmente de los hombres.

Ante esa teofanía el profeta cae “rostro en tierra”. Es la manifestación del temor de Dios. No se trata de un miedo terrorífico, sino de la sorpresa agradecida ante Dios, que se manifiesta en su grandeza y en su misericordia. Cuando contemplamos ese bien que Dios es y cómo nos ama, nos llenamos de ese mismo estupor que nos hace ser conscientes de nuestra pequeñez y de su amor inmerecido.