Había un dicho, “los padres comieron agraces y los hijos tuvieron dentera”, según el cual los hijos cargaban con las culpas de sus padres y pagaban las consecuencias. En la Sagrada Escritura hemos encontrado ejemplos de cómo los descendientes de algunos pagaron las infidelidades de sus padres. Así Salomón ejecutó la venganza sobre quienes se habían opuesto a su padre David. Hoy leemos, en Ezequiel, que ese refrán ya no será nunca repetido en Israel. Por el contrario, cada uno es responsable de sus propios actos y ha de dar cuenta de ellos.

De otra manera, el texto que hoy leemos en la Misa es de gran actualidad. Porque también hoy son muchos quienes diluyen la responsabilidad personal en la sociedad, en las circunstancias o en el comportamiento colectivo. La conciencia de la responsabilidad corre pareja a la noción de libertad. La palabra responsabilidad deriva del verbo responder. Así, cada cuál ha de saber ante quién rinde cuentas, a quién da explicaciones. Todos hemos de responder ante alguien. Siempre tenemos la tentación de eludir nuestra responsabilidad cargándola sobre otras personas o sobre las circunstancias. El texto de hoy es muy hermoso, porque si somos responsables ante Dios es porque para Él somos importantes.

Ezequiel resume de alguna manera todo el decálogo indicando los comportamientos que son pecaminosos (la idolatría, la lujuria, la injusticia,…). Esos actos, aunque se volvieran generales en una sociedad, seguirían siendo responsabilidad de cada uno. Por eso hoy se nos llama la atención sobre el cuidado que ponemos en nuestra conciencia. Soy yo el que transgrede la ley de Dios pecando y soy yo quien debe acudir arrepentido a pedir perdón. En el transfondo de esta llamada hay unas palabras misericordiosas de Dios: “¿Por qué queréis morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien sea”.

Dios no quiere el mal del hombre. Por el contrario es nuestro mal actuar quien nos conduce a la muerte, pues nos separa de Dios. Actualmente tenemos la suerte de poder reconciliarnos con Dios a través del sacramento de la penitencia. Es este un juicio en el que cada cual acude para acusarse a sí mismo de los pecados que ha cometido. Muchas veces no resulta fácil hacerlo y, sin embargo, cuando nos confesamos bien la experiencia es muy gratificante. En la confesión ponemos en juego nuestra libertad pues, de manera individual, somos llamados a actuar con sinceridad reconociendo nuestras culpas. No tiene ningún sentido ocultarlas, o intentar excusarse. A menudo olvidamos que no estamos ante un juicio humano sino que nos presentamos ante Dios, que actúa por la mediación de un sacerdote.

Por eso la confesión es algo hermoso y deberíamos estar muy agradecidos de que Dios ponga tan a nuestro alcance la posibilidad de reconciliarnos con Él. Si el pecado es individual, también Dios, cuando le pedimos perdón, nos abraza a cada uno de nosotros y nos acoge como hijos. Porque el Señor quiere nuestra vida y su alegría es que resplandezca en cada uno de nosotros la gracia que nos ofrece.

Recemos con el salmo de hoy para que podamos alcanzar el conocimiento y la contrición de nuestras culpas. Que la Virgen María nos ayude.