La pregunta que Pedro hace al Señor puede parecer interesada pero resulta muy oportuna. Todos queremos saber qué vamos a ganar al hacer algo. Preguntamos el sueldo cuando nos ofrecen un trabajo y, en multitud de ocasiones nos interesamos por lo que vamos a sacar de alguna situación. La pregunta de Pedro no está en el horizonte de lo material, es más profunda. Él, al igual que su hermano y los demás apóstoles habían dejado muchas cosas para seguir al Señor: sus trabajos, con los que se ganaban la vida, sus proyectos personales,… Habían renunciado a cosas. La pregunta de Pedro busca aclarar qué es lo que van a recibir. Por la intuición de que en Jesucristo se encontraba algo grande lo dejaron todo, pero no acaban de saber qué es eso más grande que esperan.

Benedicto XVI en la encíclica sobre la esperanza se detiene en ese punto señalando que la vida eterna, la felicidad que todos ansiamos, es algo que conocemos y, al mismo tiempo, ignoramos. Intuimos que se trata de algo muy grande pero, precisamente por su grandiosidad, no acabamos de acertar a conocerla en su totalidad. Pedro quiere saber algo más sobre ese bien que anhela y que sabe se encuentra en Jesucristo.

La respuesta del Señor tiene dos aspectos. Por una parte promete la vida eterna, pero por otra señala que ya aquí recibimos el ciento por uno. A veces ponemos la esperanza en las cosas futuras pensando que no tienen ninguna relación con el presente. El Señor nos habla en otro sentido. Quien deja cosas para estar con el Señor experimenta ya aquí una felicidad mucho más grande que si hubiera permanecido como antes. Unos padres cuando dan dinero a sus hijos están contentos. Experimentan una felicidad más grande que si no lo hubieran hecho. Se alegran de haber ayudado a unos seres queridos. Nosotros también experimentamos esa felicidad cuando somos capaces de vencer el egoísmo, la comodidad, el resentimiento o cualquier otro defecto. De hecho, en muchas ocasiones, los bienes a los que nos apegamos son como falsos espejismos de la falsa felicidad a la que estamos destinados.

Es por ello que el cristiano en la medida en que se da al Señor está más alegre. La alegría que experimentamos es muy superior a la que tenemos cuando permanecemos cerrados en nosotros mismos o apegados a los bienes materiales. Al abrirnos al amor infinito de Dios nuestra satisfacción aumenta. Todos podemos hacer esa experiencia que, en un primer momento resulta costosa. Ayer veíamos como el joven rico fu incapaz de desprenderse de sus bienes y quedó triste. La felicidad que Jesucristo nos promete empieza ya en esta vida. La vida eterna la consolida y la eleva infinitamente, pero ya ahora podemos experimentarla si somos capaces de desprendernos de las ataduas que nos impiden vivir totalmente para el Señor.