Hablábamos sobre la educación de los hijos con un grupo de padres que habían asistido a la charla prebautismal. Habitualmente vienen pocos padres y la mayoría de las veces, quienes lo hacen, tienen prisa por marchar. Pero aquel día, no éramos muchos, tras acabar la explicación por el sacramento, se inició una bonita conversación entre los que estábamos. Es una de esas veces en que constatas que la educación de los hijos, o de los alumnos, supera tus fuerzas pero, al mismo tiempo, sabes que es algo que no puedes eludir y necesitas hablar de ello.

Me ha venido a la mente ese encuentro al leer el evangelio de hoy, en el que Jesús dice que a nadie debemos llamar maestro, ni padre, porque sólo uno es nuestro Padre, y no tenemos más maestro que uno. Constatábamos que nuestro deseo de conducir a los niños por el camino de la verdad y del bien topaba con algunas dificultades. En este caso no nos fijamos en las que vienen de fuera y que muchas veces son traídas como excusa (las circunstancias, el ambiente, la televisión…) Había otra dificultad y es la de que los niños, un día, descubren los límites de sus padres, de los profesores, de los catequistas, del sacerdote,… ¿Qué sucede entonces? Quizás lo que narra el evangelio, que descubre que les han cargado con pesados fardos y con normas que ellos no cumplen. La tentación entonces es pensar que todo es mentira. En el peor de los casos los muchachos se vuelven cínicos.

Nosotros no ocupamos la cátedra de Moisés, como hacían los maestros de Israel en tiempos de Jesús, pero sí un lugar parecido. Porque es a través nuestro que los niños inician su relación con Dios. Lo que nosotros les decimos es lo que les va orientando en su vida. Ciertamente siempre habrán de asumirlo desde su libertad.

Con los padres veíamos que donde nosotros fallamos hay una instancia superior que viene en nuestra ayuda: la Iglesia. Ella es verdaderamente educadora. Cuando pertenecemos a ella verdaderamente, con todo el corazón, sabemos que ninguno de nosotros (sea cual sea nuestra relación con los niños), somos su referente último. Todos estamos bajo la misericordia de otro, que es Padre y Maestro. Entonces la cosa cambia radicalmente. Porque nosotros no somos el modelo que han de seguir, sino intermediarios que intentan acercarlos a Quien es la verdad suprema, a Quien nos ama con amor ilimitado, a Quien es la bondad infinita. Cuando descubren que todos estamos bajo la misma misericordia y que todos necesitamos ser conducidos y salvados, la cosa cambia. Entonces no se nos acusará de incoherencia, ni seremos la excusa para que dejen la verdad que intuyen en su corazón les hemos enseñado. Comprenderán nuestra debilidad, pero a través de ella se les hará visible la misericordia de Dios.

En la educación siempre se vive una desproporción. Pero quien da la misión también confiere la gracia para que podamos cumplirla. Precisamente hoy recuerda el calendario de la Iglesia a dos santos. Uno, fue rey de Francia, san Luis, y hubo de gobernar sabiendo que era un instrumento de Dios. En su testamento recuerda a sus hijos precisamente que han de poner toda su confianza en el Señor. El otro es san José de Calasanz, fundador de las Escuelas Pías, que tanto bien han hecho en la educación de tantos niños y niñas. Ambos eran padres y maestros, pero siempre como reflejo de otra paternidad más grande.