Jos 24,1-2a.15-17.18b; Sal 33; Ef 5,21-32; Jn 6,60-69

Porque hemos elegido servir a nuestro Dios, como ya lo hicieron antes nuestros padres: ¡él es nuestro Dios! Mi alma se gloría en la Gloria del Señor. Cuando grito, me escucha, librándome de mis angustias, porque él está siempre junto a los atribulados, a los que le necesitan. El salmo nos lo promete: ni un solo hueso se quebrará. Ni los míos, porque él ha de protegerme siempre, ni los del Cordero. Que las cosas sean así hace cambiar el meollo mismo de lo que somos. Nuestra sumisión de los unos a los otros no será esclavitud, sino expresión en nosotros de la sumisión del Hijo al Padre; de la sumisión a la muerte en la cruz, aceptada en el sufrimiento, en el derramar sangre y agua, en el agujero de manos y pies y el boquete en el costado. Por esto podemos ser sumisos los unos a los otros con respeto cristiano. Siempre, pero de modo muy singular en el matrimonio cristiano cuando de dos carnes se hace una sola. Cristo es cabeza del cuerpo que es la Iglesia. Con idéntica sumisión sea el marido sumiso al cuerpo de una sola carne que forma con su mujer. Porque Cristo es cabeza y salvador del cuerpo. La Iglesia se somete a Cristo, porque es su cuerpo; por eso, de igual manera, la carne receptora se ha de someter en la unidad de una misma carne. Nunca, pues, en sometimiento a quien manda, quien es principal, quien es el único principio activo. Una sumisión de ambas carnes que en la coyunda del matrimonio se someten a la unidad de una misma carne. Coyunda sexual, claro, pero, además, coyunda de una familia, de su lecho familiar, del trabajo, de una casa, de una ternura que, desde ellos mismos y desde los hijos, si los hubiera, cuando los haya, se desparrama en círculos concéntricos cada vez más amplios en el entorno de su vida y de su casa. Porque el matrimonio cristiano, nunca es cerrazón sobre sí, sobre su casa y sobre sus hijos, sino apertura a todo lo que le circunvala, a todos los que se encuentran en su horizonte. Horizonte de amor que se expande desde esa coyunda de amor. Nunca, pues, cierre sobre sí y los suyos. Cristo, cabeza de su Iglesia, que es su cuerpo, es siempre sumisión de apertura a todos. Sumisión al Padre, para que la salvación llegue a todos de una manera tan especial a través de esa coyunda de amor. Cuerpos uno del otro en una sola carne. Sabemos que nuestra carne nos hace seres de amorosidad, pero la coyunda sexual y de vida común del matrimonio, coyunda de vida abierta a los frutos de amor, abre el amor a toda criatura nueva, a toda vida cercana y a toda vida lejana, porque en el matrimonio se vive de modo muy especial el amor del Padre por el Hijo y del Hijo por el Padre, en la coyunda amorosa del Espíritu.

La carne de nada nos sirve si el Espíritu no nos da vida; si el pan del que nos alimentamos en el esto es mi cuerpo no revierte nuestro corazón y nuestra vida al ser de amorosidad con el que fuimos creado. Por eso, los dos en una sola carne del matrimonio es un crisol de amor, alimentado de ese pan y de ese vino que son la carne misma de Cristo ofrecida en el sacrificio de la cruz.