2Tes 1,1-5.11b-12; Sal 95; Mt 23,13-22

¿Será verdad para nosotros lo que Pablo dice de sus tesalonicenses? Porque, cuidado, nuestra fe puede decaer, aburrirse, entrar en las nieblas del olvido; podemos preferir lo más tangible: tocar y sacar en procesión los ídolos de barro y de oro hechos con nuestra mano. Pueden apoderarse de nosotros ahora, cuando hemos estado en la cercanía de Dios por Cristo Jesús. Vivir de la fe, aposentarse en sus mansiones, es difícil, apabullados de silencios y sequedades, mientras que todo lo demás aparece como repleto de coloreados contornos. Tu fe te ha salvado, nos dice Jesús, como tantas veces vemos en los evangelios. Es lo que nosotros ponemos en nuestra relación con él, haciéndose así expresión de nuestra vida. Mas que permanezca constante nuestra fe es un milagro; una casi increíble acción maravillosa de Dios en nuestra carne, en nuestras vidas, en nuestra acción. Nuestro Señor es quien ha creado los cielos. Contaremos sus maravillas, pues, ante este primer regalo que nos ha hecho: el mundo en su inmensa belleza, pues nosotros estamos ahí para verla, para proclamarla, para darle gracias a Dios, su Creador. El segundo regalo que nos hace, más grande si cabe que el primero, es la fe. Fe en su Hijo que se hace para nosotros el portillo por el cual vemos a Dios, su Padre y nuestro Padre. Una fe que nos pone en otro lugar; que transporta nuestra vida a una contemplación distinta, sin, por ello, abandonar nada de lo que es nuestra carne, lo veíamos ayer al enfrentarnos a la coyunda del matrimonio: dos en una sola carne. Vivir nuestra vida en la fe en el Señor Jesús nos diviniza. Ya no seremos como dioses en el futuro, pues somos dioses ahora en el presente y lo seremos, por fin, en absoluta plenitud cuando llegue para nosotros la resurrección de la carne; hijos de Dios, seres divinizados por la acción del Espíritu en nosotros que nos hace gritar en lo profundo de nuestro corazón: Abba (Padre). Nótese la importancia decisiva que tienen la fe, nuestra única acción, la que nos adentra en el mundo infinito del ser en completud, que es la Trinidad Santísima, en la que se encuentra ya la carne resucitada de Jesús y la de su madre, María, en espera, haciendo sitio a la nuestra. Sin embargo, hasta nuestra fe es acción de Dios en nosotros. Cosa nuestra, sí, pero segundo regalo que Dios hace a sus criaturas, dejándola a las puertas de su voluntad, aceptadora del Misterio de Cristo Jesús.

Por esto, qué bien están los chorreos implacables de Jesús a los fariseos de su tiempo, ¡y del nuestro! Sus portillos no les dan acceso al mundo de Dios, sino que los devuelven a una vida engreída de quien se cree el seréis como dioses inicial, embadurnándolos, así, en el pecado, el más grave de los pecados, la fuente de todo pecado. Intentan cerrarnos el camino que nos lleva a los cielos. Envidiosos de que otros puedan llegar a ellos por otros caminos que los que marcan su propio ombligo. Buscadores por tierra y mar de prosélitos a los que se les cierra el portillo que nos dona el acceso a Dios. Juradores de todo lo suyo, para convertir lo nuestro en suyo. Buscan por todos los medios de su astucia cerrarnos el portillo que nos abre a la llegada del Mesías. Nuestra fe, por tanto, es su máximo enemigo en nosotros. Hay que barrerla como sea. ¡Es demasiado peligrosa para ellos!