2Tes 3,6-10.16-18; Sal 127; Mt 23,27-32

Porque, sí, ese pequeño Herodes, ni siquiera el gran Herodes, era un rey calzonazos. Sostenido por el poder romano, que le dejaba un nada ser de verdad, pero con mucho autobombo. Consentido por el verdadero poder por causa de amistad, con el dominio del quedar bien ante sus magnates, oficiales y gente principal de Galilea. Borrachín que se deja llevar de sus fluidos, con lengua demasiado suelta para las promesas. Le gustaría quedar bien con los que cumplen su religión, pero en esto hace vida suelta. Respeta a Juan el Bautista, sabiendo que era hombre honrado y santo. Y lo defendía, enseguida vemos que con la boca pequeña. Como a Jesús. Arramblada su voluntad por Herodías, la mujer de su hermano, que él había tomado como suya. Queriendo ser, quizá, pero dejándose llevar por el estar delante de todos aquellos que conocían la pequeñez de su poder, pero que, junto a él, podían disponer de la bandeja de plata, bien redonda, en donde colocar la cabeza de sus enemigos. La hija de Herodías baila, lo hemos visto con magnificencia en la ópera de Richard Strauss y en la obra teatral de Oscar Wilde. Somos testigos de lo que aconteció. Lascivia desbocada. Ojos saltones por el deseo incontinente, como en aquella película maravillosa de Fritz Lang, M, el vampiro de Dusseldorf. Sus gentes, a las que él dona las migajas del poder del que no dispone en su grandeza, porque el poder romano, en medio de tanto, era grande, mirándole para ver si su palabra es plena, es una palabra que hace lo que dice, aunque lo que diga sea una vergüenza imperdonable, fruto de la borrachera y de la voluptuosidad deshilachada, pero a lo dicho, pecho, piensa este rey poco menos que de pacotilla. Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan, el Bautista. Allá está la bandeja redonda con la sangrante cabeza. Injusticia flagrante que a uno le deja turulato. Generaciones de lectores de los evangelios hemos despreciado al rey Herodes como a pocos. El verdugo trajo la cabeza en una bandeja y se lo entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre. La infamia sin nombre, pero en la que revientan concupiscencias y actitudes que llegan a la negrura más honda del corazón humano, se ha apoderado de esa escena tan cruel, tan sin pies ni cabeza, tan innecesaria, si no es para hacernos ver con ella, para colmo, maravillosamente contada, las posibilidades de nuestro corazón rezumante de maldad, pues, ¿no somos nosotros, como este pequeño Herodes, pequeños reyes y reinas calzonazos?

Al enterarse los discípulos, fueron a recoger el cadáver y lo enterraron. ¡Qué dignidad escueta!

Tras la escena de la bandeja de plata, con Pablo, nos encontramos en otro mundo. Mundo de la dignidad de quienes siguen a Jesús. De quienes ven la muerte del Bautista como adelanto de lo que acontecerá con Jesús en la cruz. Muerte injusta; esta vez, sí, con la venía de quien detentaba el poder, Poncio Pilatos, el procurador romano. El rey calzonazos no pudo soportar que se le dijera lo que era el precepto de su Señor, al que él decía adorar y seguir. Cárcel, primero, y luego muerte. Sepan todos que aquí mando yo. Señor de horca y cuchillo. Luego haremos que esas muertes sean según la ley, casi de que sea necesario que muera. Aunque debe quedar clara una cosa: la ley soy yo. Aquí intervendrá también el procurador romano.