1Cor 2,1-5; Sal 118; Lc 4,16-30

No importa demasiado si al comienzo pensaron que Jesucristo vendría en el poder final antes de que muriéramos. Fue para ellos un sofoco ver que Jesús tardaba en llegar, mientras iban contemplando cómo todos morían. ¿Qué?, ¿morirían para siempre, deshilachados en podredumbre infinita? Nosotros no nos afligimos como hombres y mujeres sin esperanza. Y ahora pronuncia Pablo palabras de infinito consuelo: si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo, a los que han muerto, y a nosotros cuando muramos, Dios, por medio de Jesús, los llevará con él. Es doctrina segura. Si con él morimos, viviremos con él. Y, nótese bien, esto no es palabra ilusa de un particular, aunque este tenga el nombre de Pablo, sino que es palabra del Señor. Resucitaremos empujados por la gracia y estaremos ya siempre con el Señor. Tal es nuestra fe. Nadie se confunda, pues, el Señor llegará de modo definitivo a regir la tierra. ¿Habrá voz de arcángeles y son de trompeta divina? Los habrá, pero será al final, cuando Jesucristo vuelva como rey del universo. Es doctrina segura.

¿Cómo podremos vivir en-esperanza de que así sea, que, por su gracia, resucitaremos en el último día? Tenemos la suerte de comenzar hoy a leer el evangelio de Lucas por esa escena maravillosa del sábado en la Sinagoga, como era su costumbre, cuando le entregan el libro del profeta Isaías para que leyera esas palabras sobre el Mesías, que, nos afirma, se cumplen en él. Todo un comienzo también para nosotros. En lo que acontece en esta escena primeriza de Lucas, se nos hace ya ver la suerte de los difuntos, de los que creemos en Jesús, de los que vamos tras él. Se nos anuncia ya la libertad de la muerte. Desde ese mismo momento, no es insensato decir que si morimos con él, viviremos para siempre con él. Se cumple en Jesús lo que hemos leído en Isaías y en los demás profetas. No designio de muerte, sino de salvación. Primero para él, Jesús, luego para nosotros. Mas hay una condición: creer en él. La fe.

¿Que conocemos el paño de sobras, y entendemos de él más de lo que sabe él de sí? ¿Que también nosotros decimos con suficiencia, pero si es el hijo de José? ¿Que nos hemos dejado conducir por la gente guapa que domina todo lo que nos circunda, y nos han hecho ver cómo Jesús es un buen hombre, un poco iluso, al que vencieron los que eran la guapez de su tiempo? ¿Cómo, pues, vamos a tomarle en serio? Y si se empeña, ya sabemos la solución: furiosos y todos a una, señalándole con el dedo, como cordero expiatorio, lo empujaremos fuera de nosotros, de nuestra comunidad, y lo llevaremos al barranco del monte que nos domina, con la intención de despeñarlo. Sin embargo, algo nos pasa. Se nos escabulle de las manos, Jesús se abre paso entre nosotros y se alejaba. Entonces y ahora. El designio de Dios le lleva a la cruz. Será él quien tenga la iniciativa, dejándose hacer cuando llegue su hora. Todavía necesitará subir a Jerusalén y verse envuelto en el proceso que le llevará a la muerte sobre la cruz.

Mas ¿cuál es la suerte de Jesús cuando muera?, para los que vivimos con él, ¿cuál es la suerte de sus difuntos cuando muramos? Si morimos con él, viviremos con él. La resurrección de entre los muertos nos dona la verdadera naturaleza de nuestro ser en plenitud.