1Cor 2,10b-16; Sal 144; Lc 4,31-37

Hasta eso nos lo tiene que dar. Mi propia fuerza es cosa suya, don que ofrece a mi libertad, a mi voluntad que actúa con libertad, aunque en suave suasión atractiva, como de enamoramiento. De otro modo, ¿de dónde habría de sacar yo esa fuerza? Mas, si esa fuerza no actúa en mí con entera libertad mía, ¿entonces?, ¿no se entromete el Señor en el mismo corazón de lo mío? Si no libre, plenamente libre, seré un autómata en sus manos, y nunca alcanzaré la naturaleza que él me dio al crearme: la imagen y semejanza de mi ser en plenitud. Batalla campal. Dos puntos atractores que estiran de nosotros. Él uno, con el hechizo mayor del seréis como dioses, que nos hace nacer al pecado, poseídos por el mal de la lejanía de Dios: la serpiente, el Maligno. El otro, suave suasión de quien se encarnó, con una carne en todo igual a la nuestra, excepto, precisamente, en la atracción del pecado. Ahí, en él, con él y por él encontramos esa suave suasión en la que se nos dona en entera libertad la fuerza de Dios.

No nos sorprenda el día del Señor en mitad de una noche cedida a quien nos roba lo que somos. San Pablo nos lo asevera con enorme vigor: todos sois hijos de la luz e hijos del día; no lo sois de la noche ni de las tinieblas. ¿Quién será nuestra luz? Jesús, el Cristo, el Verbo encarnado en el seno de la virgen María, al que contemplamos en su ser de absoluta completud en la cruz victoriosa.  Victoria de Dios sobre quien introdujo en nuestro propio ser el seréis como dioses que nos engañó hasta casi dejarnos en la total ruina, lejos del Dios que nos creó con mano amorosa. ¿Victoria en la cruz? Queda uno pasmado al afirmarlo, pero sí, victoria en la cruz. Mirándola, pues, despiertos o dormidos, estemos vigilantes y despejados. En esa mirada, junto a la cruz en la que está colgante Jesús, recobramos nuestra entera libertad, y la gracia, por nuestra fe en lo que allá acontece, nos llena de la abundante fuerza de Dios.

¡Qué complejidad!, ¡qué sencillez! Si el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré, quién me hará temblar?

Jesús vence a los demonios que nos dominan. Habla con autoridad y estos, al ver que se acerca a nosotros, gritan a grandes voces. Ven la batalla perdida. Porque él es la carne resplandeciente a la que nosotros en su seguimiento vamos a asemejarnos. Porque, lo saben bien, él es el Santo de Dios. ¿Qué tiene su palabra? Da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos que nos poseen, y salen.

¿Quién eres, Señor, dime quién eres?

¿Dónde te encontramos? ¿Cómo nos das tú esa fuerza que solo es de Dios y que, a la vez, es fruto entero de nuestra voluntad libre?

Señor, qué perplejidad. Lo que solo puede ser mío, fruto de mi libertad, es donación de gracia, ¿Cómo se puede entender tal cosa? Porque contemplándote en la cruz comprendemos quién somos nosotros y por qué estás clavado en ella. Te nos das en espectáculo —como dirá al final el evangelio de Lucas, que ahora leemos— para que sepamos la naturaleza misma de nuestro ser en plenitud, perdida en el pecado, y para que encontremos en ella, en la sangre y el agua que nacen de su costado, el alimento que nos da fuerza en abundancia infinita; fuerza de Dios que nos regenera.