1Cor 4,1-5; Sal 36; Lc 5,33-39

¿No viviremos en-esperanza?, ¿veremos solo negruras en el ámbito que nos rodea? No, en absoluto. Viviremos en la confianza en el Señor. Como un mamoncete, que, apenas echa a andar, levanta la mano, sabiendo que su madre o su padre la recogerá con la suya, llevándole a los mejores caminos. Ni lo piensa. Le sale de lo más adentro de sí. Confianza a cierraojos. No solo su mano, sino su vida entera pende de la mano del Señor a quien él levanta la suya. ¡Ah!, cuando las cosas son así, todo es profundamente distinto. Entonces comenzamos a ver destellos y luces que antes no lográbamos experimentar. De pronto nos acordamos de los actos de la Juventud del pasado año en agosto, y en la Misión Madrid nos prepararemos este nuevo año para recoger sus frutos. Por todas partes vemos surgir brotes de esperanza. Las semillas plantadas desde hace tanto, parece que comienzan a romper el caparazón de la endurecida tierra en la que habían caído. El Señor está con nosotros. Guía nuestros pasos. No nos deja de su mano. No tengamos miedo.

Para ello hay que vivir lo que un amigo de allende las fronteras definía como una mística. Estaba muy triste porque su obispo y su vicario general, ambos personas entregadas, trabajadoras y formidables en su labor, han olvidado la mística. ¿Qué quería decirme mi amigo? No podemos vivir el cristianismo como funcionarios maravillosos que ponen toda la carne en el asador para que las cosas de la iglesia funcionen, y funcionen a la perfección. Esto está muy bien, claro, pero todavía falta lo más importante. El vivir junto a Jesús con el corazón caliente de modo que le entreguemos nuestra vida por entero y para siempre. Que vivamos en lo íntimo de nosotros la calentura del amor; de la entrega al amor, a la llamada, a la vocación. Un seminario o una casa de formaciónn, por ejemplo, en el que no se viva la calentura de la mística, es decir, de la entrega entera de mi carnalidad a Dios y los hermanos que se me confían, en el que únicamente se preparan muy buenos trabajadores de la función, ¿sirve de algo?, bueno, en realidad, seguro que está casi vacío, como ocurre en el caso al que me refiero. Pero ¿no se puede decir lo mismo de un matrimonio en el que los dos son una sola carne, y carne productiva en hijos, si Dios se los da, o de quien trabaja en Cáritas, o quien hace con amor tierno la pequeña ayuda en su parroquia o en su grupo religioso, o en su casa con los suyos, o en su trabajo? ¿Cómo no viviremos estas situaciones entregados a una mística, calientes en la profundidad de nuestro ser por el amor de Dios y del prójimo, viendo lo de acá con ojos de lo de allá, cuando el Señor venga a recoger los frutos de su viña? Porque la mística no es una moral, mucho menos una moralina del deber al estilo kantiano, sino un entregarse en el amor. Entrega de todo lo que somos, todos nuestros instantes, aunque no viva en el agradable sentimiento de ser correspondido por Dios —que tantas veces nos espera en el silencio— o por los hermanos y hermanas.

Recordad aquel cuadro maravilloso de José Ribera en el que Cristo crucificado, se desprende de un clavo para abrazar a san Bernardo de rodillas junto a él. La actitud del santo es de arrobo, y su mirada nos enseña la mística a la que me refiero.