Leemos hoy la conocida historia de Job, un hombre justo, al que Dios permite que Satanás le haga daño. Ciertamente no le deja que entre en el corazón de Job, pero sí que le dañe en todas sus cosas más queridas, como es la familia. ¿Hay algo más duro para un padre que tener que enterrar a sus hijos? Además perderá todas sus posesiones y, aunque no aparece en el fragmento que leemos en la liturgia, él mismo será herido y acabará en un estercolero. Su mujer se dedicará a reírse de él y a maldecirlo por su suerte, y unos supuestos amigos intentarán convencerlo de que todos los males que sufre son consecuencia de sus pecados. Pero Job es justo.

Señala santo Tomás que quizás el argumento más fuerte contra la Providencia divina sea el sufrimiento del justo. Nosotros mismos nos revelamos muchas veces cuando vemos sufrir a un inocente. Varias veces he tenido que enterrar a muchachos jóvenes y he oído o he visto en los rostros de los asistentes una pregunta dirigida a Dios: ¿por qué ese que no ha hecho nada? ¿por qué siempre se van primero los mejores?

Sin llegar a ese nivel, también me he encontrado con personas que ante un contratiempo o una dificultad, y varios en estos últimos tiempos de crisis económica, dudan de la bondad de Dios y se sienten abandonados por Él. Porque siempre hemos oído que Dios es bueno, pero hay experiencias concretas que parecen contradecirlo.

¿Qué decir a todo ello? En primer lugar hemos de reconocer que es un misterio que supera nuestra capacidad de comprensión. Si de Dios casi no podemos balbucear nada, porque sobrepasa nuestra capacidad, lo mismo cabe decir de la manera como dirige la historia. Pero sí que por la fe conocemos algunas cosas. La primera es que siendo Dios infinitamente bueno no hay en Él ninguna mezcla de mal. Por tanto, ni directa ni indirectamente, Dios es causa del mal. Esto debemos tenerlo siempre claro. La lectura de hecho muestra como no es Dios quien inflige esos daños a Job, sino que permite que sea Satanás quien lo haga. Aparece el dolor como una prueba en la que se va a manifestar la fidelidad de un hombre por encima de su apego a los bienes terrenos.

Por tanto, sí que podemos hablar de una permisión del mal. San Agustín señala que Dios no permitiría ningún mal si no fuera porque de Él va a extraer un bien aún mayor. Eso quizás nos causa poco consuelo, sobre todo, si inmediatamente nosotros no vemos ese bien que se sigue. Al dolor que nos causa el dentista le sigue un bien, que es nuestra salud. Sin embargo no siempre comprobamos en la historia el bien que se sigue de nuestros sufrimientos físicos, psíquicos o morales. Pero aún así hemos de saber que Dios no se goza en el sufrimiento de sus creaturas. Job, el paciente, parece verlo así cuando apela, por encima de todo a Dios: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”.

Ante el dolor no podemos dejar de dirigirnos a Dios. Sin su ayuda no podríamos soportar ningún sufrimiento. Acudiendo a Él y reconociéndolo como Señor de todo lo creado, y Señor de nuestras propias vidas, podemos confiar en que todo eso, incomprensible para nosotros, sucede para nuestro bien. Contemplando a Cristo clavado en la Cruz vemos los grandes vienes que nos han llegado por su pasión y muerte y podemos también unir nuestros padecimientos a los suyos.