Gál 3,1-5; Sal Lucas 1; Lc 11,5-13

Lo decisivo es la fe, nunca el emperrarse en el cumplimiento, pues hemos recibido el Espíritu por haber respondido a la fe; ella es lo único nuestro, lo único que nosotros ponemos en nuestra relación con Dios por medio de Jesucristo, pero hasta ella es una donación a la que debemos responder. Todo se nos da. Y si piensas otra cosa, te confundes por completo. Ya puedes tirarte de las orejas todo lo que quieras o hacer todas las mañanas gimnasias espirituales varias, que nada has de crecer en tu camino hacia Dios a través de Cristo; esos caminos no te harán siquiera comenzar el seguimiento de Jesús que te ha de llevar hasta Dios, su Padre. Es camino de gracia, y solo de gracia. Y, sin embargo, tú has de poner la fe. ¿Qué, pues, mi obra será la fe?, ¿será ella lo que yo me tengo que agenciar por mi cuenta para acercarme a Jesús y seguir su camino? ¿Dónde la conseguiría?, ¿quién me la proporcionaría?, ¿dónde la podría comprar?

Paradoja tremenda. Lo único que debe ser mío en mi camino hacia el Padre, ni siquiera eso lo es. Hasta ella se me dona. No, seguramente, de una manera clara y asegurada. A modo de cierta curiosidad ante lo que he oído de él, quizá, lo que me hace subirme a la higuera para verle pasar, porque soy bajito. Ya veis, el ser bajito es constitutivo de mi arrancada de fe. Quizá mi estado de ansiedad por circunstancias adversas de la vida, a lo mejor un sufrimiento insoportable, me aventura a acercarme a él, quien también ha vivido situación insoportable, y de pronto, en un  de pronto que es pura gracia, lo comprendo todo. Ya veis, el sufrimiento insoportable puede ser el inicio del camino de la fe. ¿Quién sabe? Cada uno alcanza la gracia de Dios con un movimiento de fe que le es, también, un regalo, pero que procede de él, de ti, de mí, pues es acto de nuestro propio ser. Soy yo el que creo, mientras que la gracia se me dona por medio de la cruz de Cristo. Mas hasta esto, tan mío, es mi respuesta a eso que se inicia en mí como don de Dios en Cristo Jesús. Porque pedimos, se nos dará. Porque buscamos, hallaremos. Porque llamamos, se nos abrirá. Pues, nos enseña Jesús con ternura, quien pide, recibe; quien busca, halla; quien llama, se le abre. Hay en nosotros, en mí, en ti, un buscar de comienzo, un querer llamar a su puerta, sin saber muy bien qué queremos con ello, ni por qué lo queremos. Pero vislumbramos que en él, en Jesús, entraremos en una dimensión distinta de nuestra vida, porque en él nos encontraremos con Dios, que es Padre nuestro y Padre suyo.

La fe es cosa mía, y bien mía, sin duda, pero hasta ella es producto de una suave suasión, de un estiramiento de lo que somos hacia un lugar fuera de nosotros, fuera de ti, fuera de mí; un lugar que no es espacial, sino una pura Persona, la de Jesús, el Cristo. De pronto comprendemos por la gracia que nos inunda que en él, por él y con él, se nos ofrece la torrentera de la gracia de Dios que riega nuestro ser y nuestra vida. ¿Qué pusimos nosotros? Un apenas nada, una pizca, una como tierna curiosidad por él. Una tracción hacia él. Tal es la fe, cosa nuestra y bien nuestra.