Cró 15,3-4.15-16; 16 1-2 o Hch 1,12-14; Sal 26; Lc 11,27-28

¿Cuál es el arca de Dios que contenía todos los tesoros y que traía la bendición del Señor? David la traslada al lugar que le había preparado en Jerusalén. Un lugar en el centro de la tienda del encuentro, que enseguida se convertirá en el centro del templo construido por su hijo Salomón. Ese lugar es el santo de los santos. Donde el arca está, se encuentra la presencia del Señor en medio de su pueblo. Los cristianos entendemos que ahora ese lugar de la presencia de Dios en el Hijo, se da en María, en su carne. Se da en la Iglesia. Donde ella está, encontramos la presencia de Dios. Pues ella da carne a quien, siendo su hijo, es el Hijo. Maravilla el libro de los Hechos cuando nos cuenta cómo después de subir Jesús al cielo, los apóstoles, llegados a casa, casa común, subieron a la sala en donde habían celebrado la cena en la que el Señor instituyó la eucaristía. Allá se encontraban los apóstoles, once ahora por la traición de Judas Iscariote. Todos se dedicaban a la oración, luego vendrá el servicio y la limosna, para lo que deberán especificar sus quehaceres. Junto con ellos, en la sala alta donde la Iglesia naciente oraba en comunión, estaban junto con ellos algunas mujeres, entre ellas María, la madre de Jesús, y con sus hermanos.

Llama la atención ver cómo en el momento en que la Iglesia aparece como lo que es, reunión de todos en la oración común en un mismo Espíritu, celebrando la eucaristía, esté María, la madre. No ocupa lugar de preeminencia, ni tiene otro encargo ahora que el de estar allá con todos, junto a todos, en la sala donde se está celebrando lo que conforma la Iglesia que se funda. Ocupa un lugar humilde —el Señor se ha fijado en la humildad de su esclava—, pero allá está quien es la madre de Jesús; quien, como de manera tan bella nos indica el evangelio de Juan, pronuncia el: ‘Ahí tienes a tu hijo’, ‘Ahí tienes a tu madre’, que nos liga para siempre con ella en su ser de maternidad. Donde estaba Jesús, cerca estaba su madre. Donde esté la Iglesia, allá está María, su madre y nuestra madre.

Desde ahí podemos rezar el salmo en el que afirmamos que el Señor la ha coronado, y sobre la columna la ha exaltado. El Señor me protegerá, a mí, a ti, a todos, en su tienda. A ella acudiré en el peligro. En ella me esconderé en lo escondido de su morada. Humilde papel el de María, primero con su Hijo, ahora con nosotros, sus hijos, pues hermanos de Jesucristo.

Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron, grita la mujer en medio del gentío. Ella, como mujer de pueblo, entendió. No necesitaba muchas ideologías rebuscadas para llegar a esa exclamación jubilosa. Las mujeres de nuestra Iglesia lo han entendido muy bien desde siempre, seguramente porque ellas saben lo que significa parir hijos y amamantarlos, estando en cercanía con ellos para siempre, pase lo que pase, sea lo que sea. El Evangelio nos guarda esa exclamación, de entonces y de ahora. Pero Jesús, como siempre, aprovecha la ocasión para ir más allá, para que entendamos mejor, para que no nos quedemos en la cortedad de una carne que no va más-allá de sí. Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Tú y yo, pues.