Gál 3,22-29; Sal 104; Lc 11,27-28

Las casualidades han querido que hoy tengamos el mismo evangelio de ayer. Pero el contexto en el que lo leemos es distinto. La Escritura nos pone, dice san Pablo, prisioneros del pecado, a ti, a mí y al mundo entero. ¿Será que es un pesimista desaforado?, ¿pesimismo que desde él y a través de san Agustín y tantos más ha llegado hasta nosotros, dejándonos hundidos en la miseria, incapaces de tocar a Dios, siempre a las puertas de la condenación eterna, esperando que nos llegue la muerte definitiva? Puede. La verdad es que muchos lo han entendido así. Pero no es así. ¿Cómo vivir en ese pesimismo condenatorio —como si Dios nos condenara siempre— cuando vemos a Jesús? Le oímos nacer. Le oímos vivir. Le oímos morir. Y le oímos, resucitado, ascender al cielo junto a su Padre Dios. Todo ello por nosotros. Para nosotros. Su vida y su muerte, pues, ¿una nada? ¿Todo en vano, pues tú, yo y todo el mundo viviremos emperrados para siempre en un pecado que de seguro ha de conducirnos a las puertas del infierno, para que caigamos por ellas sin remedio? ¿Nunca, por tanto, viviremos en el siempre de Dios? ¿Nunca, en Cristo, por Cristo y con Cristo, nos tocará la gracia tierna y misericordiosa de Dios, quien nos entregó a su propio Hijo? No, dicen, es que Dios es justo y su justicia no puede sino castigar nuestros pecados: no hay solución. ¿Entonces, a qué viene tanta cosa con Jesús arriba y abajo, cuando vemos que todo lo que es no sirve para conseguirnos el perdón, ni la ternura, ni la misericordia de Dios, su Padre y nuestro Padre? ¿Será, como algunos pensaron, que, sin que nada en nosotros cambie de su ser de pecado —mi ser de pecado, el tuyo y el de todo el mundo—, nos echa una blanca sábana salvadora por encima de modo que ya no verá nuestro pecado, aunque subsista todo él por entero? ¿Se engañaría Dios de una manera tan tonta, no siendo capaz de ver en ti, en mí y en todo el mundo lo evidente: que de ese modo el pecado subsistiría en nosotros?

La cruz de Cristo borra la esencia misma de nuestro pecado. Ni cumplimientos de las leyes ni blancas sábanas protectoras. Conocemos muy bien la sima de nuestro pecado. Sabemos quiénes somos. La salvación no la encuentro en el cumplir, por más que ese sea un cumplir por entero las obras de la ley, hasta la más pequeña tilde; hacer todo lo mandado, sin rechistar, sin excepción, cerrando los ojos. Tampoco la encuentro en el grito de la mujer en medio del gentío. El cumplimiento de las obras parece maravilla, pues nos acercaría a Dios. El grito de la mujer es maravillosa verdad, sin duda, por lo que con esa aceptación exaltada, habrías cumplido en nuestro saber de Jesús. Mas Jesús no se deja engañar, por más que pueda mirar con simpatía el grito que la mujer dedica a su madre María. No lo rechaza, es verdad, pero nos lo deja bien claro: Mejor, dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen.

Escuchar y hacer realidad lo escuchado. Por el oído va a entrar en nuestras internalidades más profundas quien es la Palabra misma de Dios. Vamos a ver a Jesús por el oído, de modo que, renovando por entero el hondón de eso que somos, el Espíritu mismo, que habita en nosotros, gritará con nuestro corazón: Abba (Padre). Y, así, cambie nuestra suerte.