Ef 1,15-23; Sal 8; Lc 12,8-12

Pues sí, ahora que ya no tenemos miedo y la expresamos con todas nuestras ansias, vivimos de nuestra fe, vivimos con nuestra fe a cuestas, apoyados en la gracia de Dios que cae sobre nosotros como suave lluvia mullida y continuada. ¿Qué?, ¿seremos ya belicosos santitos con peana y coronilla? Dios sabe muy bien que no, que el diablo nos ronda buscando a quién devorar, y que demasiadas veces nos da unos dentellones que nos dejan en el puro deslome; como nos enseña san Pablo, y él sí que era santo de peana y coronilla, no hago lo que quiero, sino lo que no quiero. Pero ahí es donde está nuestra fe. No tenemos miedo y estamos empeñados con absoluta libertad en nuestra fe. Eso es lo que nosotros ponemos en este Misterio de Jesús. Y que conste, como todos sabemos muy bien: el Señor estira de nosotros con suave suasión, no porque seamos esforzados guerreros y amazonas que todo lo hacen por sí. La grandeza y la eficacia nos vienen de su fuerza poderosa, no de la nuestra, tan enteca, tan frágil, tan falsaria, tan poco poderosa. Maravillosas palabras de la carta a los Efesios sobre los que creemos: la eficacia de la fuerza poderosa que Dios Padre desplegó en Cristo. En él, se nos da todo. En él, somos fuertes. En él, estamos por encima de toda otra potestad y dominación. En él, nadie nos vencerá. Todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.

Tal es el ámbito en el que estamos, en el que vivimos en libertad la suave suasión que nos viene desde él, clavado en la cruz. Porque la Iglesia, de la cual él es cabeza, es espacio de libertad para que vivamos con la fuerza de Dios. ¿A quién temeremos, quién nos hará temblar? Qué admirable es tu nombre, Señor, en toda la tierra. ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? La imagen y semejanza de Dios en su creación, que ahora nos ha sido restaurada en la carne del Hijo. A él miraremos para vivirla en la plenitud con la que se nos creó al principio, pero que tan pronto perdimos con el pecado, aturdidos por el engaño.

Creímos ser libres entonces, como creemos ser libres ahora cuando seguimos viviendo ese aturdimiento engañador. Pero ahí no lo somos. Libertad truncada que nos conduce muy fuera de la plenitud de lo que somos, mejor, de lo que seremos cuando nos dejemos atraer por esa suave suasión que sale del costado de Cristo muerto en la cruz para arrecogernos en la libre decisión de, con mirada amorosa al crucificado, ser quien somos de verdad. No quien somos de manera tan menguada cuando miramos a otros puntos atractores, Mamón, Dinero, como aconteció desde nuestro mismo principiar, sino quienes podemos ser en esa mirada expresiva. Yo le miro a él. Él me mira a mí. Y vivimos en esa mirada. Que es, lo estamos viendo, vivir en la Iglesia. Es en ella, pues, cuando somos libres con la libertad donada en esa mirada mutua que expresa en su plenitud lo que somos. Lo que soy yo. Lo que es él. ¿Cómo nos habríamos de preocupar, por tanto, por lo que diremos o por lo que hemos de ser? El Espíritu Santo nos donará nuestros decires y nuestro ser, haciéndonos libes en nuestro decir y en nuestro ser.