Ap 1,1-4,2,1-5a; Sal 1; Lc 18,35-43

El libro del Apocalipsis, que cierra la Biblia es de una extraña belleza; belleza deslumbrante. Tan distinto a los demás libros del NT, y, sin embargo, tan cercano a ellos. Él también nos habla de Jesucristo, pero lo hace desde el punto de vista que viene de allá. Con este libro estamos en los finales, cuando, a la vez, trata de las vicisitudes del día a día de las comunidades perseguidas a las que ofrece consuelo. ¿Son así las cosas?, bien, pero serán de otra manera tan distinta, con un futuro que ya se nos está haciendo presente. ¿Quién eres?, ¿cuál es tu iglesia, la comunidad que es la tuya?, ¿vives enredado en la confusión vomitiva a la que te has dejado arrastrar? Libro de la Revelación entregado a Jesucristo. Oigamos las palabras de esta profecía para que nos muestre lo que tiene que suceder pronto. Dichoso quien lo lee; dichoso quien sigue las sendas que nos marca de modo que su gozo sea el seguimiento del Señor y el rumie de sus palabras. Entonces, seremos árboles plantados al borde de la acequia, y viviremos del resplandor de la liturgia del cielo. Estamos en la persecución y en el arrastrarnos en la pura poquedad, pero nuestros ojos se deslumbran viendo la liturgia celestial. En nuestra absoluta cortedad, en nuestra celebración tan poca cosa, tan exigua, tan con los pobres y perseguidos, cuando podríamos quedarnos reducidos a un contemplar plañidero sobre la miserable escasez de eso que somos, de pronto, descubriremos la liturgia del cielo en su esplendor. Lo que tenemos acá, lo que celebramos acá, lo que entregamos acá, lo que ofrecemos acá, abre sus puertas a lo que tienen allá para nosotros, lo que celebran allá prodigándose por entero para nosotros, lo que nos entregan allá, lo que nos ofrecen allá para que lo vivamos ya desde ahora en nuestro acá. Todo se trasmuta. Lo que parecía la exigua pequeñez del pesebre y de todas las figuras del nacimiento, de pronto, se nos ofrece en su resplandor divino. Resplandor de Jesucristo en la gloria de Dios su Padre. Ya desde ahora, en nuestra tan corta poquedad, somos asociados a la gloria divina que nos abre sus cancelas. La Jerusalén celeste baja, abriéndonos sus puertas, para que habitemos en ella. ¿Entonces?, ¿en aquél futuro? Ese futuro se nos está haciendo puro presente de luz y de gracia. Con nuestros ojos, con nuestros propios ojos, veremos, estamos viendo ya, la gloria del Resucitado. Nuestras sendas, los diminutos caminillos por los que transitamos en medio de tantas fragilidades, negruras y persecuciones, hasta el punto de que pudiera parecer que todo se apaga, cuando no que todo lo dejamos en el no hacer y no ser, nos conducen, ya desde ahora, a esa liturgia resplandeciente del cielo; del cielo, sí, pero que bajando hasta nosotros, nos eleva a las alturas de la cercanía del Cordero degollado que vive junto al Padre. Desde aquí, vivimos allí. En nuestra acto de aquí, somos arrecogidos en aquel allí de gracia y de luz. Nuestro pequeño vaso de agua donado aquí, se convierte en acto de pura belleza presentado allá al Padre por el Cordero y sus ángeles. Siendo de la carnalidad exigua del acá, participamos de la carnalidad gloriosa del allá.

¿Qué quieres que haga por ti? Señor, que nunca deje de ver y de oír en mi vida, en la vida de la Iglesia, la música celeste de las celebraciones del cielo que iluminan, transfigurándolas, todo nuestro ser y toda nuestra actividad.