Ap 3,1-6.14.22; Sal 14; Lc 19,1-10

¿Qué suerte ser pequeño y tener curiosidad de ver a Jesús? ¿De dónde, si no, le vino a Zaqueo tan decidida curiosidad? Ahí se le dio la llamada al seguimiento, agarrado de cualquier manera a las ramas de la higuera, porque era pequeño. No sé cuáles son mis caminos, pero los del Señor son muy curiosos. Cuando quiere, se aprovecha de todas las circunstancias: porque no era alto. ¿Lo quiere siempre?, ¿lo quiere con todos? ¿Qué ve en tu corazón para llamarte a ti, precisamente a ti, y lo hace aprovechando las reales minucias de tu propia vida? Una libertad, la suya, que arrebata a otra libertad, la tuya. La mía. Mas todavía queda la largura del seguimiento durante tiempo y tiempos. ¿Saldrás vencedor?, ¿te vestirás de blanco?, ¿no borrará el Amén tu nombre del libro de la vida?, ¿son tus obras ni frío ni caliente, eres un tibio que has de ser escupido de su boca? Eres elegido en su libertad; pero a los que él ama reprende y corrige. Sé ferviente, arrepiéntete. ¿Cómo saldré vencedor de esa lucha?, ¿quién me ayudará?, ¿dónde tendré las fuerzas para lograrlo? ¿Estiraré fuerte de mis orejas hacia lo alto?, ¿en qué espejo me miraré? ¿Cómo podré sentarme junto a su trono?

Estoy a la puerta llamando; si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos. Así pues, la iniciativa es mía. Puedo oír la llamada. Oigo la llamada y le abro. Estoy al cuidado de lo que acontece. De los ruidos que vienen de fuera. No me encierro para solo estar conmigo y con los míos. El ruido del menesteroso que me entra por los oídos. La vista es actividad. El oído, pasividad. Domino lo que veo. Lo que oigo, me domina. Escucho los murmullos de fuera sin siquiera darme cuenta, aunque no quiera ser consciente de ellos. Excepto si me tapo los oídos con cera. De esta manera, en esos ruidos, puro murmullo que me llega de fuera, se me presenta el Amén. Y entra en mí y comeremos juntos. Él será mi pan. Él será mi vida. Su designio eterno para mí se hará, así, conmigo. Destapónate los oídos que el Señor siempre viene a ti en el suave murmullo, apenas perceptible. Estate en vela, no sea que el ladrón arramble con todas tus interioridades. Recibe y oye su palabra. ¿Cómo podrás no mancharte?, ¿quién te hará limpio?

¿Cómo podré salir vencedor de esta lucha con quienes quieren hacerse conmigo? El salmo me dice que proceda honradamente. Bien, pero qué fácil, ¿no? Vuelvo a lo mismo, ¿de dónde sacaré esas fuerzas?, y si las tengo por un momento, ¿cómo podré continuar y continuar y continuar? No haré mal a mi prójimo, qué bonito, pero ¿cómo lograré que ese mal que no quiero sea quien me domine? Tendré intenciones leales, continúa, bien, muy bien, pero ¿se nos olvidará que la puerta del infierno, como aseguraba Dante, esta empedrada de buenas intenciones? Es tan fácil decir que haré, y luego no hacer nada. Prometerse de por vida, y luego comprender que, en realidad, era por un poco de tiempo no más. Terminamos con el salmo: y el que así obra nunca fallará. Dios, Dios mío, ¿y cómo podré obrar así?, ¿cómo no terminaré vomitado de la boca de tu Amén? Estoy en perplejidad; no sé cómo podré con eso con lo que no puedo. No me valen ilusiones, sino realidades. ¿Quién será el que me dé la que es mi realidad en su pura plenitud?