Ap 4,1-11; Sal 150; Lc 19,11-28 o Zac 2,14-17; Sal Lc 1; Mt 12.16-50

Vengo a habitar dentro de ti en medio de mi madre y de mis hermanos, quienes cumplen la voluntad de mi Padre del cielo. Madre y hermanos. Ella lo es; nosotros, también. Lo es por la dedicación que María hizo de sí misma a Dios; lo somos, por la dedicación que hacemos de nosotros mismos a Dios. Con Juan en el Apocalipsis, vemos una puerta abierta en el cielo y por su entremedio, cayendo en éxtasis, se despliegan ante nosotros las alturas en toda su gloria. Vemos el trono de Dios brillando como jaspe y granate. Vemos a los veinticuatro ancianos sentados en sus tronos con vestiduras blancas. Y alrededor del trono un halo que brillaba como una esmeralda. Relámpagos, retumbar de truenos, las siete lámparas encendidas, los siete espíritus de Dios. Y se extendía delante una especie de mar transparente parecido al cristal.

Dios mío, ¿que es esto?, ¿qué me está pasando?, ¿qué estoy contemplando? ¿Habré perdido la chaveta? No, pues en un mismo de pronto me encuentro en mi vida normal, como los tres apóstoles cuando bajan del monte de la transfiguración. ¿Será posible?, ¿qué me ha pasado?, ¿quién se ha apoderado de mí en esas visiones? Yo también, como los cuatro vivientes doy gloria a Dios. En mi pequeñez, en este mundo tan cenizo en el que estoy, que es el mío, que configura tantas cosas en las que estoy y de lo que soy, se me han abierto las puertas del cielo. Lo he entrevisto a través de María, Virgen, que se presentaba hoy ante mí.

Santo, santo, santo, exclamación de Isaías que hoy tomamos para rodear el salmo 150. Aquí, desde acá, alabamos al Señor en su templo. Abro los ojos y veo lo de siempre, incluso me vienen las preocupaciones en las que, insertado, estoy ahora viviendo. No importa, pues en este sombrear en el que me encuentro, a través de la puerta, veo el trono de Dios en el cielo y a los seres vivientes, cada uno con seis alas. ¿Me habré vuelto loco?, ¿estaré viendo visiones sin sentido, imaginaciones alocadas? No, porque el Señor está conmigo. Es él quien me conduce. Es él quien me lleva hasta la puerta que se va abriendo ante mí. Soy de aquí, estoy acá, pero veo lo de allá. Veo la majestad del trono de Dios. Y veo a Jesús junto a él, y allá mismo, veo a María, primicia de lo que, por la gracia, que es justicia de Dios salvadora, será nuestro lugar cuando llegue el momento de la redención definitiva y alcancemos en toda su plenitud la que es nuestra imagen y semejanza. Divinizados, entraremos por esa puerta. Y ya desde ahora —por favor, Señor, que sea así conmigo también— contemplamos el trono de Dios y oímos la música de sus alabanzas. Nosotros, del mismo modo, en nuestro ahora, quizá tan poco claro, quizá tan perseguido, tocamos trompetas y le alabamos con arpas y cítaras, puesto que todo ser que alienta, alaba al Señor en la majestad de su trono.

¿Somos empleados cumplidores que acrecientan, por su gracia, la obra del Señor, o, por el contrario, empleados holgazanes que nos quejamos de sus exigencias? Dios mío, exigencias, dices, cuando todo es gracia. Cuando solo se nos pide lo que tenemos: nuestra mirada, como la de María y la del discípulo amado, dirigida a la cruz del Señor, y vemos cómo de su costado manan sangre y agua.