Ap 5,1-10; Sal 149; Lc 19,41-44

Nadie podía abrir el rollo para ver lo que en él estaba escrito. Y yo lloraba porque no se encontró a nadie digno de abrirlo y ver su contenido. ¡Qué hermosura! Lloro porque no sé qué va a ser de mí. Porque nada claro tengo mi futuro, lo que acontezca con mi vida y con mi muerte, con mi pecado y con mi muerte. ¡Dios mío!, ¿qué será de mí, a donde iré, caeré en el agujero negro de la Nada? ¿Para qué, entonces, me has creado? ¿Qué será de aquellas personas a las que quise y que me amaron? Te seguiré a donde vayas, pero ¿a dónde irás?, ¿te quedas tú también en la negrura de la muerte? Jesús lloró por Jerusalén porque no comprendía lo que conduce a la paz, mas, de este modo, lloró también por mí, porque tampoco yo, hoy, comprendo lo que conduce a la paz. El libro de la vida está sellado para mí, solo queda abierto el libro en donde están apuntados los muertos y los que vamos a morir. Siendo así, ¿merece la pena vivir? El enemigo me rodeará de trincheras, nos rodeará de trincheras, me sitiará, apretará el cerco y me arrasará con todos los que quiero, hasta no dejar piedra sobre piedra. ¿De verdad que merece la pena vivir para conseguir a lo más que alguno, especialmente misericordioso conmigo, al alejarse de la tumba en la que me habrán dejado, mire hacia atrás con una vaga nostalgia cariñosa de mí? ¿Esa sola mirada, si es que se da sobre mí, me habrá merecido la vida?

¿Quién es digno de tomar el libro y abrir sus sellos? El Cordero degollado que está en pie. Cuando tomó el libro, todos en los cielos se postraron ante él y entonaron un cántico nuevo. Él es digno de tomar el libro y abrir sus sellos, pues con su sangre nos has comprado para Dios y has hecho de nosotros, para él, un reino de sacerdotes que reinan sobre la tierra.

Qué lenguaje lleno de chisporroteos; abre nuestros ojos y deja lugar a nuestros oídos. El Cordero degollado es Jesús, a quien yo seguía. Mal, es verdad, seguramente muy mal, pero a trancas y barrancas iba tras él. Con su ayuda, con su gracia, estirado por él en suave suasión. Y, de pronto, se me abre la visión del cielo y de su liturgia en torno a Jesús, el Cordero, tras el que yo voy. ¿Qué estoy viendo? Reconozco el momento de tu venida. Es este en que quedo deslumbrado por lo que me acontece en la visión, y porque en ella se abre el rollo y saltan sus sellos. Ahora todo es distinto. Ese que veo y oigo en la contemplación de lo que viene es Jesús, quien trastocó mi vida para seguirle. Mal, muy mal, lo repito, pero eso no es lo decisivo. Lo decisivo es que su Espíritu viene a mí y dentro de mí, en lo más hondo de mi corazón, grita: Abba (Padre). Lo decisivo es que es él quien me santifica y quien me abre la puerta de esa liturgia celeste en la que participo cuando, en nuestra pequeñez, celebramos la eucaristía. Que hay poca luz. Que somos pocos. Que apenas si valemos algo. Que si… No, no es así. Si sabemos mirar con cuidado, veremos con nuestra mirada que, haciendo la pequeñez de eso nuestro, concelebramos ya desde ahora la liturgia de los cielos en torno al Cordero degollado.