Ap 18,1-2.21-23; 19,1-3.9a; Sal 99; Lc 21,20-28

Un ángel bajado del cielo grita a pleno pulmón. ¿Qué grita con tanto desafuero? La victoria es de nuestro Dios y la gran prostituta caerá, desapareciendo para siempre. Dichosos, pues, los convidados al banquete de bodas del Cordero. Llegan días terribles, es verdad, Jerusalén quedará sitiada por ejércitos. Los enemigos parecerán dominarlo todo. Pero no, llega el día en que vemos cómo no es así. La Babilonia que nos domina con la gente tan guapa que nos sojuzga, engañándonos, tan proclives al engaño que, hechos a su imagen y semejanza consiguió alejarnos de nuestro Dios, esa morada de los demonios, vemos cómo cae, así, de golpe. Con sus brujerías nos había embaucado, mas baja como centella, precipitándose en las más hondas bajuras. Ya no habrá de su arte ni murmullo de sus técnicas, ni tendrá luz en sus lámparas. Sus mercaderes, los magnates de la tierra, atrajeron a todos los que querían convertirse en su gente. Quedamos sin aliento, con miedos y angustias ante lo que nos venía encima. Enloquecíamos por el estruendo del mar y el oleaje. Creyeron haber ganado la guerra, y nos despreciaron. Nosotros casi nos dimos por vencidos. Ahora vemos cómo se desbaratan y vence el ejército del Señor. Entremos por las puertas de la nueva Jerusalén con acción de gracias, cantando al Señor y bendiciendo su nombre.

¿Qué ha acontecido? Que estamos viendo, pues ha llegado el final, al Hijo del hombre venir sobre una nube, con gran poder y majestad. Han empezado a suceder las cosas que Jesús anunciaba. Levantad la cabeza: se acerca nuestra liberación.

¿Ha llegado el final, o vivimos en un espejismo que nos engaña, un sueño del que pronto despertaremos para encontrarnos peor de lo que antes estábamos, viendo cómo son legión los demonios que de nuevo se posesionan de nosotros y nos sojuzgan? ¿Acaso vivimos una mera virtualidad o se trata de la realidad verdadera de nuestra vida y del mundo? ¿Por qué te has ido, Señor?, ¿nos dejaste en manos de nuestros enemigos? Tenemos tan pocas fuerzas. Si tú no nos ayudas y sostienes, nada hay por nuestra parte. Señor, si todo son palos y patadas, desprecios y salivazos, pífanos y tamboriles para que sigamos sus caminos, no los tuyos, ¿cómo podremos sostenernos?, ¿cómo te seguiremos? ¡Uf!, me doy cuenta de que, precisamente, es lo que el mundo de tus enemigos te deparó a ti, salivazos y desprecios en el camino de la cruz. Tú eres signo y figura de lo que somos nosotros al seguirte por los intricados y angustiosos caminos que son los tuyos. Porque tomamos nuestra propia cruz y te seguimos nos acontecen esos desaires dolorosos que tambalean nuestra vida.

Pero tu Padre Dios te levantó de la muerte y te aupó hasta el lugar majestuoso de su siempre, siempre, siempre. No para abandonarnos, al contrario, recogiendo el agua y la sangre que salieron de tu costado herido por la lanza, nos dejaste tu Iglesia, la Iglesia de Dios como dice siempre san Pablo, de la que tú eres la cabeza y nosotros sus miembros, alimentados por el comer de tu carne y el beber de tu sangre, limpiados por el agua del bautismo, confortados por los sacramentos. Vivimos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Por eso, la victoria que nos adquiriste es una realidad para siempre. La salvación y la gloria y el poder de lo que somos en la Iglesia de Dios son de nuestro Dios.