Ap 22,1-7; Sal 94; Lc 21,34-36

Estad siempre despiertos. Manteneos en pie ante el Hijo del hombre. Ven, Señor Jesús. Nos topamos con los finales. ¿Aclamaremos entonces a nuestro Dios o nos habremos dejado escurrir, vaciándonos por las arenas del desierto?, ¿nos estaremos dejando disolver en la nada, quizá en la Nada? Y, sin embargo, el nuestro es un Dios grande. Él es la Roca que nos salva. En sus manos estamos, porque en sus manos hemos quedado cuando hemos tomado el camino de Jesús. No lo hemos hecho siempre bien, al contrario, pero seguimos con la nostalgia de ese caminar hacia Dios, con las ansias de seguir a Jesús.  Qué importante es el cuidado. Cuidado de lo que hacemos. Cuidado del camino de nuestro seguimiento. Cuidado de nosotros mismos, Cuidado de los demás. Cuidado del Señor. ¿Cómo, podemos nosotros cuidar de él? Claro que no, pero, sí, cuando junto a la cruz, con su madre, con las mujeres y con el discípulo al que Jesús tanto amaba, cuidamos de sus últimos estertores y cuidamos de su cuerpo muerto, llenándolo de cariño mientras lo llenamos de perfumes. Cuidamos nuestra mirada llorosa ante ese cuerpo muerto tan injustamente. Cuidamos tantos cuerpos muertos tan injustamente, y hambrientos, y perseguidos, y aniquilados, y reducidos a no ser. Cuidamos la sorpresa inaudita del sepulcro que está vacío, y su carne resucitada, y su Iglesia, la Iglesia de Dios, de la cual él es la cabeza. Ya veis, nuestra vida es un cuidado, un cuidar, un ser cuidado.

Estamos junto a Juan viendo el río de agua viva que el Señor nos muestra, luciente como el cristal. De nuevo la lectura del Apocalipsis nos cautiva. Nos hace ver el resplandor de la luz, porque el Señor ya no habla en la noche, sino en el relumbrar luminoso del día. Estábamos acogotados, casi derribados, pero Juan cuida de nosotros trayéndonos de lo alto la luz incandescente del trono de Dios y del Cordero. Agua viva en cuyas orillas crece el árbol de la vida. El que despreciamos cuando aún estábamos en el paraíso primero, lo tenemos a nuestra vista, al alcance de la mano, con sus cosechas abundantes y sus hojas medicinales. Ya no habrá nada maldito, pues ha sido borrada la maldición con la que salimos del jardín primero. Todo ha sido reconstruido en el designio postrero de quien nos había criado. Dios ha cuidado de nosotros para introducirnos en su siempre, siempre, siempre. No habrá más noche, porque el Señor irradiará luz sobre nosotros. ¿Creías estar en lo obscuro, en el puro descuido de Dios, que nos había abandonado en la furia de su despecho como castigo por nuestro pecado? Pues, mira, no, pues el suyo era un designio de salvación que pasaba por el Misterio, misterio de Dios. La encarnación de su Hijo y la torrentera misteriosa de los hechos que vienen a continuación. Salvador y Redentor. Su mirada cuida de nosotros. Muy pronto, muy pronto hemos de ver el fruto pleno de esa mirada de ternura y misericordia con la que Dios nuestro padre nos contempla. Mirada que llega a nosotros a través de su Hijo en la cruz. Por eso es tan importante la mirada de Jesucristo. Esta mirada atrae hacia nosotros la mirada del Padre. Y en ella tenemos el cuidado de Dios. En el cuidado del Padre al Hijo en el Espíritu se nos dona la mirada cuidadosa de Dios para con nosotros.

Mira que estoy para llegar. Maranathá. Ven, Señor Jesús.