Hoy o mañana traerán los nuevos confesionarios a la parroquia para que estén puestos para el día 20. No es fácil diseñar los confesionarios, hay para todos los gustos y colores. Tienen que ser relativamente cómodos para que el sacerdote pueda estar bastantes horas y no ponga excusas de que le duele la rabadilla. Suficientemente discretos para el penitente que quiera guardar la confidencialidad y colocados suficientemente a la vista como para que “inviten” a confesarse al que entra algo despistado. Es verdad que hay crisis en la confesión -seguramente hay más crisis de confesores-, pero en la parroquia confesamos bastante y damos facilidades de horarios. Aún así me gustaría que confesásemos mucho más.

“El, levantándose al punto, a la vista de ellos, tomó la camilla donde estaba tendido y se marchó a su casa dando gloria a Dios”. En este Evangelio en el que Jesús nos muestra su divinidad -pues «¿Quién puede perdonar pecados más que Dios?»-, también nos muestra los efectos de una buena confesión. El hombre se levanta de su postración, da gloria a Dios y vemos cosas admirables “porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco, un manantial”.

Estamos llegando a la mitad del adviento, esto pasa muy deprisa. Y tal vez aún no hayas ido a hacer una buena confesión, o tal vez no has animado a nadie a confesarse. Es el mejor regalo que podemos hacer, llevar a las almas a la fuente de la misericordia.

La Virgen, Madre de la misericordia, nos lleva de su mano hasta el confesionario, donde al pie de la cruz se borran nuestros pecados y comienza una vida nueva. Pidámosle a ella que seamos grandes apóstoles de la confesión.

Me voy al confesionario que me lo acaban de pedir.