Comentario Pastoral
MARIDOS, ESPOSAS E HIJOS

La celebración litúrgica de la Sagrada Familia no puede reducirse a una conmemoración o a un recuerdo piadoso de una familia que triunfó allí donde muchas otras han fracasado. No puede ser simple contemplación de una familia para tomarla como modelo, ya que todos los hijos no son buenos como Jesús, ni todas las madres son comprensivas como María, ni todos los padres son acogedores como José; pero es una fiesta de gran utilidad, que explica y hace resplandecer el significado profundo del amor familiar humano. De hecho, Dios, a través de la Sagrada Familia, ha dado a todas la posibilidad de encontrar su grandeza y de caminar por la vía de la perfección.

La profecía de Simeón a María, que se lee en el Evangelio de la Misa, «una espada te traspasará el alma», expresa y resume las vicisitudes de dolor y sufrimiento no solo de la Virgen, sino también de las familias cristianas y de toda la humanidad; pero desde la tiniebla del dolor se pasa a la luz del sentido redentor de la vida.

Frente a muchas contestaciones sociológicas y políticas, la fiesta que celebramos recordando a la Familia de Nazaret es una invitación a examinar la situación de nuestras familias desde la experiencia luminosa de la familia de Jesús. No se puede reducir la vida familiar a los problemas actuales de la pareja, perdiendo la perspectiva de la apertura a los valores transcendentes. La familia debe ser siempre un signo transparente del diálogo Dios-hombre.

Maridos, esposas e hijos son la estructura de la familia; el compromiso moral de cada uno debe hacerse desde una óptica común, pero con diferencias específicas. Es verdad que todo debe analizarse según las nuevas coordenadas socio-culturales, para superar una vaga pastoral de la familia. Incluso las tensiones generacionales pueden ser consideradas no como meros fenómenos patológicos, sino como estímulos creativos. Todos tienen derecho a la palabra y todos deben ser capaces de escuchar, porque ninguno tiene respuestas definitivas. Para alcanzar la verdadera libertad humana hay que tratar a los otros como sujetos responsables y no como meros objetos.

Jesús presentado en el templo (Evangelio) y el anciano en la oscuridad de su atardecer (primera lectura) son los dos extremos de la historia de una familia. Sin concesiones al lenguaje poético sentimental, sabemos que los niños y los ancianos constituyen el mundo de personas que merecen atraer la atención y el compromiso de la comunidad cristiana. El niño debe ser educado para que pueda ser un día hombre libre. El anciano es un testimonio vivo y sabio, que debe cuidarse con mimo dentro del entramado de la comunidad.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Eclesiástico 3, 2-6. 12-14 Sal 127, 1-2. 3. 4-5
Colosenses 3, 12-21 San Lucas 2, 41-52

Comprender la Palabra

El Hijo de Dios nacido en Belén viene a renovar desde dentro la vida del hombre, cuyo manantial y cauce es la familia. La liturgia de este domingo dentro de la Octava de Navidad, ilumina el ideal de la familia humana con la luz de la palabra y el ejemplo de Dios.

La primera lectura del Libro del Eclesiástico es una glosa al cuarto mandamiento en estilo sapiencial. La forman dos incisos del Libro de la «Sabiduría de Jesús ben Sirá» (siglo II a.C.), inmensa antología de consejos y reflexiones compilada por un anciano que creía en la fecundidad social del sentido común educada en el respeto a la Ley de Dios. El texto se dirige a los hijos. Todo hombre es hijo por definición. La Escritura fundamenta las relaciones de los hijos con los padres en una verdad sólida: son los colaboradores inmediatos de Dios en la transmisión de la vida. Y la vida es un bien irrenunciable. Esta proyección de la vida comunitaria que existe en Dios (Uno y Tres) al crear al hombre y la mujer, es el fundamento más sólido de la familia y del matrimonio. Es necesario volver a las raíces de la familia según el proyecto de Dios, entendida como una comunidad de vida y de amor. La autoridad de los padres hay que entenderla como un sincero y generoso diálogo entre todos. Si todos son escuchados y atendidos, la familia crece con fuerza, especialmente hoy que se anhelan espacios cálidos de intercomunicación.

El contexto de la segunda lectura, de la Carta de san Pablo a los Colosenses, es la vida nueva en Cristo. Es la sección moral en que se recogen las exigencias de la vida cristiana y toda una serie de recomendaciones concretas para la convivencia familiar. La fuente de toda moral cristiana es la unión con Cristo resucitado. En el fragmento de hoy se yuxtaponen dos temas: una llamada urgente al espíritu de reconciliación y paz en la comunidad cristiana (vv. 12-17). El apóstol pasa de un tema a otro, consciente de que el espíritu de familia ha de ser norma de la convivencia intraeclesial y el sentido de Iglesia alma y vida de la familia cristiana.

La declaración de Filiación divina y primera manifestación de la Sabiduría de Jesús en el Templo es el último de los misterios que nos ofrece el evangelista Lucas en los dos capítulos iniciales de su Evangelio a propósito de la Infancia del Señor. Este único recuerdo explícito de su adolescencia es ya signo y preludio de la vida pública, y aun de la vida gloriosa de Cristo, cuyo ideal, destino e invitación es «estar en la Casa del Padre».

El Templo era el signo de la Presencia de Dios en medio de su pueblo. Y lugar privilegiado de la revelación mesiánica a Israel, conforme a la profecía de Malaquías (3,1-3). Al quedarse en el Templo, Jesús realiza un «signo» de su misión de manifestarse a Israel. En su amable sencillez de discípulo que, conforme al estilo pedagógico de la época, dialoga con los maestros a través de preguntas y respuestas, alborea ya en el Pueblo de Dios la definitiva revelación de la Sabiduría. Las palabras de Jesús son una afirmación: su «deber» o vocación consiste en «estar en la Casa de su Padre». Expresión de todo su futuro trabajo, sufrimiento y gloria. Consciencia de Filiación divina, que le hacía ver el Templo como un hogar; y su hogar de Nazaret como un templo donde «crecía» bajo la mirada del Padre.

Ángel Fontcuberta

 

al ritmo de las celebraciones


La epifanía del Señor

La Epifanía es una de las solemnidades más importantes del Año litúrgico cristiano, y celebra la manifestación o las manifestaciones de Cristo Jesús. Epifanía es una palabra griega que viene de «epi» y «faino», brillar, manifestarse.

La celebración de la Epifanía tuvo origen en las Iglesias de Oriente. Ya en el siglo III aparece en Egipto, pasando de allí fácilmente a Jerusalén y Siria en el siglo IV, una fiesta para celebrar la manifestación del Señor, entendida como su nacimiento, relacionada posiblemente con una fiesta solar cuando la duración del día empieza a triunfar sobre la de la noche. Por eso tiene también el nombre de «la fiesta de las luces».

Muy pronto pasó a Roma y Occidente, donde también había surgido la fiesta de la Navidad, el nacimiento del Salvador. Se produjo un intercambio: en Occidente se acepta la Epifanía como fiesta de la manifestación a los pueblos paganos. Y en Oriente aceptaron a su vez la Navidad como la fiesta del nacimiento, pasando entonces la de Epifanía a ser sobre todo el día bautismal.

La Epifanía, pues, tiende a considerar en una sola festividad las varias manifestaciones del Señor: en la antífona del Magnificat, en las segundas vísperas de esta fiesta, anuncia: «Veneramos este día santo, honrado con tres prodigios: hoy, la estrella condujo a los Magos al pesebre: hoy, el agua convertida en vino en las Bodas de Caná; hoy, Cristo fue bautizado por Juan en el Jordán para salvarnos». El enviado de Dios, a quien apenas unos días era celebrado como niño, se manifiesta progresivamente como Mesías: a los Magos, en el Jordán y en su primer milagro en Caná.

En este día de la Epifanía se mantiene la antigua costumbre de proclamar después del Evangelio, la Calenda, es decir, el calendario de las fiestas móviles de todo el año, sobre todo la fecha de la Pascua. Cristo, el nuevo Sol, la Luz que va triunfando sobre la oscuridad, da sentido a todo el transcurso del tiempo y del año.


Ángel Fontcuberta

Para la Semana

Lunes 31:
1Jn 2,18-21. Estáis ungidos por el Santo y todos vosotros lo conocéis.

Sal 95. Alégrese el cielo, goce la tierra.

Jn 1,1-18. La Palabra se hizo carne.

Después de la hora nona: Misa vespertina de la Solemnidad de santa María, Madre de Dios.
Martes 1:
Santa María, Madre de Dios. A los ocho días le pusieron por nombre Jesús. La Virgen María ha dado a luz al mismo Hijo de Dios.

Números 6,22-27. Invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré.

Sal 66. El Señor tenga piedad y nos bendiga.

Gálatas 4,4-7. Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer.

Lucas 2,16-21. Encontraron a María y a José y al Niño.
Miércoles 2:
San Basilio (330-379), obispo de Cesárea de Capadocia, luchador contra los arrianos, escritor notable, y San Gregorio (330-390), obispo de Constantinopla, gran teólogo por su doctrina y elocuencia.

1 Juan 2,22-28. Lo que habéis oído desde el principio permanece en vosotros.

Sal 97. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

Juan 1,19-18. En medio de vosotros hay uno que no conocéis.
Jueves 3:
Santísimo Nombre de Jesús.

1 Juan 2,29-3,6. Todo el que permanece en él no peca.

Sal 97. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

Juan 1,29-34. Este es el Cordero de Dios.
Viernes 4:
1 Juan 3,7-10. No puede pecar, porque ha nacido de Dios.

Sal 97. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

Juan 1,35-42. Hemos encontrado al Mesías.
Sábado 5:
1 Juan 3,11-21. Hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos.

Sal 99. Aclama al Señor, tierra entera

Juan 1,43-51. Tú eres el Hijo de Dios, el Rey de Israel.

Después de la hora de nona: Misa vespertina de la Solemnidad de la Epifanía del Señor.