1Jn 2,22-28; Sal 97; Jn 1, 19-28

¿Tú, quién eres?, le preguntan a Juan. Yo soy la voz que grita en el desierto, pero quien viene detrás de mí es el importante. Nos hemos puesto a la cola, ¿significa esto que la mentira ya no tiene lugar en nosotros? Cabe muy bien; aún podemos negar al Padre y el Hijo. ¿Cómo?, si habíamos seguido la fila buena, la que nos llevaría hasta el Mesías anunciado por Juan. Sin embargo, no es esto cuestión de un arranque impulsivo, de un acto voluntarioso que dura un instante. Permaneced. ¿Dónde?, ¿en qué?, ¿en quién? Es tan fácil el engaño. Recordad el terrible chasco de la serpiente primera, por el cual todavía andamos vacilantes, cuando no estampados contra el suelo. Mentiroso es el que niega que Jesús es el Cristo. Nos atrae tanto la figura de Jesús. Bueno, eso cuando no la olvidamos, remecidos por tantas otras imágenes que nos dejan retemblando en lo que somos, en lo que decíamos querer. Permaneced. ¿En qué permaneceremos? Parece tan fácil: en la confesión del Hijo. Sí, sí, te entiendo, en la confesión de Jesús. Claro, tienes razón, pero siempre que añadas en tu permanencia que Jesús es el Hijo; siempre que vivas en esa permanencia. Permanecer en lo que hemos oído desde el principio. No solo, por tanto, entendimiento con la cabeza, en puras racionalidades, sino entendimiento de quien me entra por el oído, tomando posesión de mi  carne. Así pues, permaneced en mi carne, en la carne nacida del seno virginal de María. Permaneced en vuestra carne, carne divinizada.

La entrada en el seno amoroso del Padre se nos da en el Hijo. Quedándonos en el hijo, el rollito de carne que nace del seno de María, sin ver lo que acontece ahí en la internalidad del Misterio de la Encarnación, no somos carne divinizada, pues esta donación majestuosa se nos confiere en el Hijo, se nos ofrece en él; en el hijo nacido de María, la Madre de Dios. Esto es lo que hemos oído desde el principio. En esto es en lo que debemos permanecer. Solo de este modo permaneceremos en el Padre y en el Hijo, con la fuerza del Espíritu.

¡Qué cosas cuentas!, ¿cómo creer eso que dices? Pues sí, ahí está la cuestión. Permanece en la fe que has recibido por el oído. Tratan muchos de engañarte: no hay que ir hasta esas misteriosidades, debemos conformarnos con el hijo, con el Jesús que tantas cosas hermosas nos enseña: el moralista, el indignado, el predicador, el libertador, el sufriente. ¿Qué más quieres? ¡Quiero al Hijo! ¿Que no, pues se trata de una imaginación tuya que no corresponde a ninguna de nuestras realidades? Quiero al Hijo, el hijo de María, la Madre de Dios, pues en él se me da entrada en el Misterio de Dios. Misterio de amor. Torrentera de amor. Es en él, en el Hijo, donde se me hace visible el Dios invisible. Si me quedara voluntariamente en el hijo, sobornado por el engañador profesional, el que nos ronda desde el jardín, haciéndonos caer de nuestra imagen y semejanza, la cual queda, si no borrada, gravemente desfigurada, Dios permanecería invisible para mí; habría cerrado voluntariamente, fruto del engaño, la puerta abierta que, como en el Apocalipsis (4,1), me hace ver la asombrosa liturgia celeste en torno al trono de Dios y al altar del Cordero degollado, esa que compartimos con el cielo en cada una de nuestras pobres celebraciones. Permanezcamos, pues, en ella.