1Ju 4,11-18; Sal 71; Mc 6,45.72

El prefacio de la misa, como siempre dirigido al Padre, nos cuenta algo que no sé si nos lo acabamos de creer: al manifestarse tu Hijo en nuestra carne mortal nos hiciste partícipes de la gloria de su inmortalidad. Porque nuestra carne, al ser como la suya, manifiesta al Hijo. ¿Blasfemia?, pues ¿cómo podemos decir que nuestra carne manifiesta nada que no sea el pecado y la muerte del seréis como dioses que emponzoña nuestra entera vida? Pero, desde la encarnación del Hijo, toda carne brilla con el resplandor de la gloria de Dios. La encarnación estaba meditada en las espesuras de Dios desde el mismo momento del principiar de Dios, hasta el punto de que podemos decir algo que nos deja pasmados: la creación del mundo buscaba la encarnación del Hijo. Toda producción de carne, sí, carne de hombre/de mujer, en unidad-dual, como la tuya y como la mía, como la de ese mamoncete recién nacido al que quieren arrancar la vida en el ara de la violencia, o, quizá, ni siquiera, pues buscan no dejar siquiera que vea la luz, suprimiéndola cuando todavía está en el seno materno, resplandece como la obra más excelsa de la creación; ápice de todo lo creado. Quien pone nombre a todos los animales y a todas las cosas. Quien es capaz de ir desentrañando las leyes más íntimas del universo, porque hemos sido creados con una inteligencia particular, somos logos y contemplamos la obra de creación del Logos, quien es Verbo que se conjuga en todo un lenguaje de amor. Maravilla de la carne, de toda carne. Manifiesta la torrentera del exceso de amor que le llevó a la creación; la creación de toda carne y de la creación entera, el primer regalo que Dios nos hace. Por eso, cuando el Hijo se manifiesta, la creación entera brilla con fulgor de Dios, y con un brillo esplendente aún mayor brilla toda carne, toda producción de carne. En la carne del Hijo contemplamos la plenitud perdida de toda carne; perdida por el orgullo del querer ser como Dios. Él, que era Dios, no menospreció hacerse como nosotros, uno de tantos, empequeñeciéndose a carne de muerte, pues en la cruz iba a morir desgarrado por la infamia del pecado, y, lo sabemos muy bien, no le cogió por sorpresa, sino que prefirió cumplir su obra de redención a la que había sido enviado por el Padre en el amor del Espíritu, aunque eso le costara la vida por su muerte en cruz.

De esta manera salva la vida a los pobres, a nosotros, sus pobres. Sorprende, hasta dejarle a uno turulato, cómo Dios se interesa por sus pobres, quienes no tienen nada, como no sea su carne, flaca, perseguida, muerta de hambre, sufriente, abandonada; se interesa por los pecadores arrepentidos. ¿Merecía la pena manifestarse en carne mortal por ellos, por nosotros? Si fuéramos los ricos, los que saben, los poderosos, los que dominan, quienes dirigen a las multitudes, quizá se entendería y podríamos comprender el sacrificio de Dios. Pero ¿ellos, los pobres de Yahvé? ¿Qué habrá visto en esa horda? ¿No se habrá confundido? Quizá porque vio en sus pobres la carne, como la del Hijo, que aceptaría esa participación en su gloria. No teniendo nada ni a nadie, le tenían a él, participando de su gloria. Se entiende bien así la palabra participación.

No es un fantasma quien se allega a nosotros, por más torpes para entender que seamos. Ánimo, soy yo, no tengáis miedo.