1Ju 5,5-13; Sal 147; Lc 5,12-16

Quiero. ¿Cómo puede ser un diálogo tan sencillo? Por nuestra parte, la fe en él. Por la suya, la prestancia en el hacer con su misericordia. Importa poco si  el hombre era malvado, publicano, extorsionador; un chupasangre. El relato nos dice que estaba lleno de lepra. La peor de las enfermedades. No solo física, sino, para ellos, enfermedad moral que llevaba al desahucio de la comunidad y a la muerte fuera de los límites de la ciudad. Como la cruz de Jesús, también estaba fuera de las murallas de Jerusalén. Jesús se hace lepra para nosotros. Es ahora él quien en conversación tensa con su Padre dice: Si quieres…, pase de mí este cáliz. Pero lo que fue posible para el hombre de nuestro relato lleno de lepra, parecería que no lo es para él, puesto que dejó, y dejamos también nosotros, que muriera clavado en el madero. Su Padre, finalmente, también dice: Quiero, pero parece que se ha enredado en la respuesta y deja que Jesús muera en el absoluto abandono de todos. ¿De todos?, ¿también de él? Misterio de la encarnación. Misterio de la resurrección. Siempre Misterio de Dios.

Mientras tanto, la primera carta de Juan, tan bella, va a su rollo, siempre dando vueltas y vueltas, rumie tras rumie, para hacernos ver de qué manera estamos en la torrentera de amor que procede de Dios Padre. ¿Vencemos al mundo? Sí. Y Jesús, ¿vence al mundo? Sí. A él este vencimiento le cuesta la vida; a nosotros, nos la da. ¿Cómo vencemos nosotros? Creyendo que Jesús es el Hijo de Dios. Decenas de veces vemos cómo en los evangelios, y en nuestra vida presente, nos acercamos al Señor con fe y le pedimos que nos tome de su mano, que nos cure, que nos done la paz, que se termine al violencia entre nosotros, que demos pan a los hambrientos, que nos amemos unos a otros como él nos ha amado, y lo hacemos solo con nuestra fe, pequeña, tan frágil, una fe trufada de dudas, pero que nos acerca a él con esa insinuación maravillosa: Señor, si quieres… Y, qué sorpresa, el Señor siempre nos responde: Quiero. Un querer de misericordia que nos justifica y nos redime del pecado y de la muerte, donándosenos en esa suave suasión que arrastra nuestra voluntad libre: Quiero.

Porque Jesucristo viene a nosotros con agua y con sangre. Tradición joánica que tanto énfasis pone en los humores que salieron del cuerpo de Jesús traspasado por la lanza. ¿Será de Cristo una Iglesia que no tiene también el pecho herido por la lanza? El Espíritu da testimonio de esa sangre y de esa agua, estando de acuerdo con lo que son como signo de pertenencia a Cristo en su Iglesia. Ese es el testimonio de Dios, y ese es también nuestro testimonio: creer en el Hijo de Dios. De esta manera tendremos dentro dicho testimonio. Nuestra fe, pues, es un testimonio que llevamos dentro de nosotros, y que resplandece hacia fuera con una luz que, por más pequeña que pueda aparecer, es luz divina, fruto de aquel maravilloso intercambio del que hablábamos ayer. La carta sigue con sus rumies: y el testimonio es que Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Permanencia y testimonio. Permanecer en él. Vivir en nuestras internalidades ese tener al Hijo. ¿Cómo será esto posible? Por la fe. Y teniendo al Hijo, tenemos vida; vida eterna para el siempre, siempre, siempre de Dios.