Ayer tuve reunión con padres de catequesis, la verdad es que esta semana tengo casi todos los días, son muchos. Se lo avisé al principio, les iba a caer una bronca (la verdad otra vez es que fueron varias). Una de ellas, tal vez la menos importante, es que desde que entraron en la nueva parroquia se habían preocupado de la sala de catequesis donde iban sus hijos, del precio de los libros, de la calefacción e incluso alguno de criticar el dinero que tiene la Iglesia para construir nuevos edificios (como si la Iglesia fuera un ente aparte e incluso como un enemigo). Pero nadie se había preocupado de preguntar cómo colaborar, si hacía falta algo, si se podía cooperar en la limpieza de las salas, etc. No decir nada puede parecer un acto indiferente, pero puede volverse malo por dejadez.

“En aquel tiempo, entró Jesús otra vez en la sinagoga, y había allí un hombre con parálisis en un brazo. Estaban al acecho, para ver si curaba en sábado y acusarlo.” Volvemos como ayer a lo “políticamente correcto”. Ciertamente estoy convencido que los actos malos los rechazamos. Ninguno de los que leen este comentario –estoy convencido-, están a favor de la violencia, ni del odio, ni del asesinato, ni del aborto, ni de la discriminación ni nada de eso. No somos transgresores ni reaccionarios. De lo regular ya es más complicado. Hay temas que son opinables, muchos, en los que un católico tiene su libre opinión y hay temas que se han hecho opinables por otros, aunque la Iglesia tiene bien marcada su doctrina, como puede ser el sacerdocio femenino. Los guardianes de la nueva ortodoxia estarán al acecho para ver si alguien pone en duda sus nuevos dogmas y acusarlo de carca, antiguo, retrógrado y anticonstitucional. Cosas no opinables se han vuelto opinables por los gurús de la mal llamada modernidad. Y luego está lo que podríamos llamar indiferente, que suele ser la inacción, lo que siempre se llamó el pecado de omisión, pero que no hace falta que sea en materia de pecado. Jesús podría no haber curado a ese paralítico, o buscarle al día siguiente y curarlo, para no escandalizar. Pero lo cura ese día y no sólo por el paralítico, sino también para que los fariseos comprendieran algo. Un hijo de Dios sabe lo que tiene que hacer y lo que debe hacer. Muchas veces pondremos la excusa de que “lo tiene que hacer otro”, “siempre me toca a mí” o “no es mi labor”. Perfecto, puedes tener toda la razón del mundo, pero no más razón que un santo. El santo comprende que todos los demás, incluso sus enemigos, son hijos de Dios y nos adelantamos a servirle como si sirviéramos al mismo Cristo, como nos sirve Cristo. Por eso cuando nos adelantamos a hacer algo que le facilita la vida a mi esposa cuando llegue a casa, o preparo lo que sé que mis padres tendrán que hacer en casa cuando lleguen, o recojo ese papel en el suelo que cincuenta y tres compañeros de trabajo han dejado allí hasta que llegue el de la limpieza, o me acerco a preguntarle a aquel que le veo con cara preocupada qué le pasa…, puede parecer que estoy haciendo de más, pero no estoy haciendo más de lo que haría Jesús. Entonces lo que para unos puede parecer indiferente, para otros un exceso, para un católico se convierte en lo habitual: servir sin que nos lo pidan.

Toda la vida –en la tierra y en el cielo-, de la Virgen se convierte en servicio a los hombres –sus hijos-, por Cristo. ¿Cómo no imitar a nuestra madre?