Al Demonio no hay que tomárselo a broma. Existe y ejerce su influencia. Es poderoso, pero no puede hace nada si Dios no se lo permite. Su gran preocupación es apartar a los hombres de Dios. Para ello utiliza estrategias varias. Así a veces se acerca al hombre tentándolo sutilmente, como hizo la serpiente en el jardín del paraíso con Eva, y otras se muestra como dragón terrorífico (así lo describe el Apocalipsis). El episodio que hoy leemos en el Evangelio nos lo muestra en esta segunda situación. Se ha apoderado de un hombre, al que ha vuelto violento y lo ha conducido a un cementerio, un lugar de muerte. Siempre sucede así. La tentación nos presenta paraísos que creemos vamos a conseguir y, al final, nos encontramos en medo de cadáveres en un paraje desolador. El pecador vive en la muerte y, en su desazón profunda, hace como el endemoniado de hoy, se golpea a sí mismo y se hiere. Porque el pecado nos hace enemigos de nosotros mismos. Forma parte de su inhumanidad. No sólo nos separa de Dios sino que además nos enemista de los hombres y nos daña en nuestro interior más profundo. Nuestro peor enemigo es el pecado, que tiene una tremenda fuerza destructiva.

Sin embargo, el Demonio tiembla ante Jesucristo. No soporta la presencia de Dios. Y Jesús tiene poder sobre él y lo tiene para liberar al hombre. Al leer la escena, en que los demonios le piden al Señor que los deje en paz pienso en la resistencia que, en ocasiones, ofrece el hombre pecador a la gracia. No me refiero a los grandes pecadores, sino a esas pequeñas deficiencias que vamos acumulando y que no apartamos inmediatamente de nosotros. El estado de dejadez espiritual produce rechazo de lo divino, que se nos aparece como desagradable. Aparece como una desazón ante el bien de la gracia.

Jesús libera a aquel hombre. Y muestra, al darles permiso a los demonios para que se instalen en los cerdos, que estos no tienen poder sobre creatura alguna si Dios no se lo permite. Tampoco dominan el alma del hombre si este, voluntariamente, no se les somete. Jesús al permitir que se apoderaran de la piara mostró también que aquel hombre había sido liberado de un mal muy grande y, además, cual habría sido su final de no haberse encontrado con Jesucristo. Hubiera sido conducido al precipicio y se hubiera ahogado en el lago. Donde había muerte el Señor trajo vida.

También podemos pensar que el Demonio, a cambio de su dominio sobre aquella alma, había ofrecido algún bien material, como esa gran multitud de cerdos. Pero queda claro que un alma es más valiosa que todos los bienes materiales. Los cerdos pueden perderse, igual que tantas otras cosas a las que nos aficionamos en la vida porque son causa de placer o bienestar. Un alma vale muchísimo más. Jesús nos lo muestra con este milagro singular.

Señor, te damos gracias por tu poder, capaz de liberarnos de cualquier mal, por grave que sea y también por tu misericordia, que busca siempre que el hombre viva.