Gn  1,1-19; Sal 103; Mc 6,53-56

Los tres primeros capítulos del Génesis son de una belleza abrasadora. Nos cuentan quiénes somos, qué conexión tenemos con el resto de la creación, de qué manera se da la relación de hombres con mujeres, de unos con otros. Pero, sobre todo, nos hace contemplar lo que tenemos que ver con Dios y lo que él tiene que ver con nosotros. En ellos encontramos in nuce todo lo que luego leeremos en el resto de las Escrituras. No fue escrito lo primero de todo, pero sí nos da la fuerza entera de nuestras más íntimas internalidades en su ser y estar con Dios, con la historia, con nosotros y con los animales y cosas del universo.

Nuestra traducción litúrgica, y muchas de las de uso común dice: Exista la luz, y la luz existió. Eloíno Nacar, en la primera edición aparecida en la BAC el año 1944 leía: Sea la luz, y hubo luz. Francisco Cantera en su versión pone: Haya luz, y hubo luz. Estos dos son modos más neutros, menos filosóficos, más empeñativos, que expresan lo más profundo del lenguaje mediante los verbos fundacionales de haber y ser. Se refieren al principiar mismo de todo lo que es y está. Tal es la creación. Porque el decir de Dios en la creación —una y otra vez durante seis días— hace que sea lo que va a tener su ser como fruto de esa palabra. Que eso que es creado en ese mismo momento tenga el haber de su propio ser donado. La sola palabra exista, que, no cabe duda, significa también lo que quiere decir esta primera página del Génesis, sin embargo, no nos pone delante mediante las rocosidades del lenguaje más elemental frente a la novedad absoluta de eso que ahora comienza a ser en su puro estar ahí de lo creado. Es un puro principiar del ser y del estar de eso que constituye la complejidad de la creación, de lo creado por Dios en la unidad que destila de estos seis días principiales. Y todo ello es fruto del decir de Dios: hágase, sea, esté ahí, en un fuera de sí. Ya no es solo una pura palabra que comunica las interioridades mismas del Dios trinitario en un arrebatado ser en comunicación incesante. Se trata de una palabra que es sermón. Una Palabra que es Verbo, en sus infinitas posibilidades de conjugación; que es Sermo, sermonea lo que está siendo ya la creación cuando ha sido proclamada la palabra principial: hágase, sea, esté. Un hágase en el puro tiempo, en el puro espacio, en la pura matematicidad y en la pura legalidad de lo que está siendo ahora ya. Así, el estar de Dios cabe sí mismo se expande ex nihilo en absoluta novedad fuera de sí. Haya luz, y hubo luz. Sea la luz, y hubo luz. No es, por tanto, solo una palabra que da existencia a lo que comienza a ser, por así decir, existencia filosófica, sino que son los dedos de Dios quienes configuran lo que en su obración está ya comenzando a ser. Un ser este, ser de criatura, fuera de su propio ser, ser de completud. Ser en sus calidades pre-libertarias que terminarán por hacer posible en la providencia de su ser creacional la libertad de nuestra propia carne. Rocosidades del lenguaje, pues, que nos ponen delante el ser y el estar de la creación y de nosotros en ella.

Bendice, alma mía, al Señor, ¡Dios mío, qué grande eres! Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto.