Gn 1,20-2,4a; Sal 8; Mc 7,1-13

Solo uno de los seres creados, solo un género de seres fue creado con un toque especial: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Esta creación del hombre sigue siéndolo por la palabra: Y dijo Dios. Mas no es un puro mandato por el que las cosas son, sino hay algo así como un hablar interno del mismo Dios trinitario, como si esa palabra sea conversación: Hagamos. El momento de la creación del hombres es singular: el sexto día, cuando todo lo demás que ha de ser creado en su dinamicidad fluyente, ya hubiera recibido su ser. Y es ahora, en ese gradiente creacionista, cuando surge el hagamos divino, que nos pone como el punto rojo de eso que la entera creación va a ser en su despliegue providente. Como si en ese punto rojo se diera el crecimiento dinámico final de la entera creación. El hombre dominará peces y aves, animales domésticos y reptiles, galaxias y estrellas. Pero lo ha de hacer de una manera muy particular: no por el dominio del déspota, sino por el conocimiento que se nos ha dado en la imagen y semejanza. Dios creador ha hecho de nosotros, punto excelso y final de todo lo creado en su infinita providencia, seres de palabra, que conjugamos el verbo, que sermoneamos. Esto es lo que nos distancia de manera infinita de los demás seres inanimados, de los demás seres vivientes y del conjunto de los animales. Hay algo en nosotros que supone una novedad providente asombrosa. La palabra: nosotros construimos entendimiento mutuo hasta un punto que sobrepasa todo lo que los demás seres materiales creados consigue; nuestra carne es palabra. El verbo: conjugamos en el tiempo y en el espacio eso que somos en nuestro propio ser individual y en nuestro esencial ser relacional; nuestra carne se enmemoriza —mira hacia un atrás que, en el hondón de lo que somos, nos es pura presencia— y se marataniza —mira hacia delante de modo que el deseo del futuro que buscamos y llega da consistencia actual de presencia a nuestro ser—, para hacernos carne de habla, seres hablantes, pues somos capaces de expresarnos con la palabra y de entendernos con ella. Con el verbo que se conjuga y se hace sermón, y entendiéndonos, construimos un mundo de imaginación y de razón, pues la palabra es razón: sermoneamos construyendo un mundo particular, pues somos seres esencialmente societarios, y lo somos en un extremo que en nada nos alcanzan los demás seres materiales, ni siquiera los animales más cercanos a nosotros en su adn. Somos, así, el punto rojo de la evolución.

Y así fue. Y vio Dios todo lo que había hecho; y era muy bueno.

Entonces, ¿de dónde el mal,?

¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano par darle poder? Grito orante del salmista y nuestro, arrebatado de asombro, cuando tomamos conciencia de quienes somos. ¿Quién eres tú?, ¿quién soy yo?, ¿cómo me hiciste coronado de gloria y dignidad? ¿Punto rojo porque podemos sojuzgar al mundo, aunque solo fuera por el conocimiento, en prepotencia escandalosa? Ápice de la propia creación: creados a su imagen y semejanza. Una asombrosa prerrogativa que ningún otro ser mundanal ha recibido: nuestro ser ha sido creado desde el nada ser —el no estar en ser alguno, el no tener haber de ser alguno— al participar del ser mismo de Dios. Al crearnos, nuestro Dios, el Dios trinitario, quiso hacernos seres divinos en cuanto participamos de su palabra, de su verbo, de su sermón. Misterio de Dios.