Jl 2,12-18; Sal 50; 2Co 5,20-6,2; Mt 6,1-6.16-18

Mas ¿de qué debemos convertirnos? Los otros, ellos, seguro que sí, tú, quizá, pero ¿nosotros?, ¿yo?, ¿convertirme?, ¿de qué?, si todo lo que hago y lo que busco ser está perfectamente adecuado a lo que el mundo me da y me dice, ¿de qué habría de convertirme? Me miro en el espejo de los que tanto hablan en las tertulias rosas y en las otras y me digo con razón: ¿no soy yo mejor que ellos? Puedo, así, guarecerme en un nosotros que me da el desapego seguro de lo que debo ser. Mirando a esos otros resplandezco ante mí mismo con gran soltura y, cuando paso ante el espejo, me miro con complacencia y me digo: mecachis, qué guapo soy. ¿Qué tengo que cambiar, si sé muy bien que soy mucho mejor que ellos?, mucho más cuidadoso, mucho más respetuoso del otro y de la otra, de mis posesiones y de las suyas, mucho más cumplido en todo de lo que son ellas y ellos. ¿De qué habría de convertirme? Me miro en su espejo y, como fuerza de mi propia seguridad, solo me queda cantar el mecachis.

¿O es que tendré que mirar a otros espejos? Bien, dime cuáles. Estos me habrán de dar siempre una imagen representativa exacta, es verdad, pero fría. Yo nunca seré el que está al otro lado del espejo. Al sufriente, al pobre, a Jesús, nunca lo veré al otro lado del espejo. De cierto que él nunca estará allá. Porque la imagen en el espejo tiene algo profundamente engañoso: está al otro lado, no en las calenturas de mi propia carne, sino en las sequedades del cristal y del sutil baño argentífero. Nunca tiene calenturas de carne. Y cuando quito la vista del espejo, ¡ay!, entonces todo cambia, y me encuentro con las miradas de la carne que me contemplan y que contemplo. Me topo con la calentura de quien, con su mirada llena de miserias, las suyas y las mías, me suplica. Me encuentro con su lamento carnal, carnoso, velado por la emoción, que me llega al oído y, por él, se introduce en el hondón mismo de lo que soy. El espejo no tiene las calenturas de la mirada —como no sea una mirada de ludibrio que rebusca siempre lo que está delante del propio espejo—, ni de él salen gemidos, como no sean provocados, infectados por algún altavoz que está tras él. El espejo es el engaño absoluto. Es la serpiente endemoniada la que nos hace mirarnos en él y pensar que ahí están nuestras realidades.

Convertirnos a la carnalidad. A la carnalidad de mi carne y de la tuya, de la nuestra y de la de ellos. Solemos decir que somos la unión de alma y cuerpo. Bien, sea, pero con tal de que esa conjunción la tengamos por lo que es: carne. Carne palpitante. Misterio de encarnación. Cuestión de corazón, como dice la profecía de Joel que leemos hoy. Convertíos a mí de todo corazón. Que se convierta a mí toda vuestra carne, la tuya y la mía, la nuestra y la de ellos; a él que, para convertirnos, se hace carne como nosotros, en todo igual a nosotros menos en el pecado, buscando erradicar de nosotros el yerro, el engaño, la mentira de que seremos como dioses —bestial engaño del Engañador que nos acecha siempre tras el espejo—, mirándonos en su negra frialdad que lo cubre y busca cubrirnos a nosotros al miraros en esa plateada superficie de la que se nos arrancan todos los espesores.