Is 58,9b-14; Sal 85; Lc 5,27-32

Suerte la de Leví. Sentadito en el mostrador de los impuestos, odiado por todos, pues para cobrarlos, siempre en exceso, se apoya en el poder imperial de los soldados romanos. Dedicado a sus cosas, a sus negocios, al cuidado de lo suyo, de pronto vemos cómo se acerca a él Jesús, ¿por qué a él?, ¿desde donde viene?, ¿de qué le ha conocido?, y le espeta: Sígueme. Nos quedamos confusos ante esta palabra dirigida a él, precisamente él. ¿No había otros más disponibles que Levi? ¿Qué?, ¿vio de pasada que en ese hombre al cuidado de lo suyo, sentado en un mostrador plagado de injusticias, había algo que nadie más que él pudo apreciar? ¿Quién eres, Señor, para que te eches al agua de manera tan decidida, casi brusca?, ¿cuántas veces te quedaste con la palabra en la boca y no recibiste sino una sonrisa de conmiseración?, Sí, claro, lo dejaré todo y te seguiré, ¡faltaría más! ¿No pide a Levi un verdadero acto de locura? Abandonar lo que tenía obtenido de manera tan segura, una vida regalada y sin preocupaciones, excepto el desprecio de la gente, pero ¿qué más le da? De pronto, levanta la mirada, ve a Jesús, escucha la única palabra que le dirige, y, dejándolo todo, lo siguió. Y de este Levi, si no es el que conocemos como Mateo, nada más sabemos. ¿Seguiría con él hasta el final de su vida, quizá muriendo en la injusticia del martirio?, ¿lo abandonaría al cabo de un poco de tiempo?, ¿pasaría su vida en un puro renquear, como a cualquiera de nosotros nos acontece? Misterio de la persona. La palabra de Jesús dirigida a él, su mirada, el caminar junto a él, tras él, el verse lleno del amor misericordioso del Padre por encima de sus desvanecimientos y negaciones, el vivir con puro descalabro la cruz, el sentirse luego arrecogido por Jesús resucitado que asciende junto al trono de gloria de su Padre, enviándole luego su Espíritu, Espíritu del Padre y del Hijo, para que como miembro de su Iglesia, Iglesia de Dios, predique su vida entera la conversión y el seguimiento. Nos deja sobrecogidos la fuerza de la palabra y de la mirada de Jesús: llenan toda una vida.

Qué puedo decir sino cantar con el salmista: inclina tu oído, Señor, y escúchame. Tú lo sabes bien, no soy sino un pobre desvalido. Procuro ser un fiel tuyo, pero si no es contando con tu fidelidad segura, nada consigo. Sálvame, Señor, pues confío en ti, porque si tú no eres bueno y rico en misericordia conmigo que te invoco, ¿qué será de mí? Escucha, mi oración, Señor, tiende tu oído a la voz de mi súplica.

Isaías nos conforta con sus antiguas palabras, y qué necesitados estamos en ser confortados. La luz de Dios, del Dios de Jesucristo, brillará en las tinieblas cuando vivas en su cuidado; cuando partas tu pan con el hambriento, cuando tu vida sea bienaventurada. Bien, Señor, pero ¿cómo lo he de hacer si yo vivo inmerso en mis asuntos, sentado en mi propio mostrador sin ver a nada ni a nadie que no sea de mi cuidado? Isaías nos indica el camino, pero ¿y las fuerzas para ello? Si no me entero; si yo vivo propiamente a lo mío y ni siquiera doy un vaso de agua a quien me lo pide; ¡si soy como Levi! De pronto, levanto la mirada y me encuentro con la tuya, que me dices: Sígueme.