Lev 19,1-2-11-18; Sal  18: Mt 25,31-46

Y lo que le deja a uno estupefacto de sorpresa es que la diferencia entre unos y otros está en un vaso de agua. Parece poco serio, ¿no?, que por una tan enorme minucia Jesús nos diga que podemos jugarnos el destino final. Heredad el reino por un vaso de agua que dimos alguna vez escondida y sin apenas darnos cuenta. El fuego eterno porque una vez, quizá al pasar, dijimos ¡bah!, ahí te quedas, no quiero saber nada de tu sed. Es verdad que esta maravillosa parábola no es sino eso, un cuentecito que Jesús se inventa con objeto de que veamos la importancia de nuestros actos. ¿Qué?, ¿nos estará pasando por delante del rostro el fuego y la condena del infierno para que nos comportemos según los mandatos de los mandamientos que leemos en el Levítico? No, seguramente no; las maneras de Jesús no son nunca esas. Simplemente, en una construcción grandiosa, coloca nuestras acciones, el cuidado de nuestra vida, su hacer, a un lado o al otro del Hijo cuando vuelva en su gloria, rodeado de todos sus ángeles, sentado en su trono, ante el que estarán reunidas todas las naciones. Será el momento en que rindamos cuentas de lo que hemos sido en nuestra vida. Fijaos que en ese juicio entraremos todos, no solo nosotros sino también ellos, estos y aquellos, los que le siguieron o no, los gentiles o los ateos irredentos. Será un momento crucial para todos. En él veremos cómo el rey Jesús en su segunda venida toma en serio el sentido final de nuestro hacer, de nuestra vida, juzgando nuestro ser de amorosidad. Por eso la pequeñez del vaso de agua. Por eso la separación abismal entre los que estarán a su derecha y los que se pondrán a su izquierda. ¿Cómo?, ¿la diferencia tan esencial de ese abismo infranqueable será debido a lo que creíamos tan poca cosa?, ¿un mero vaso de agua? ¿Me estaré jugando la vida en un vaso de agua, es decir, en un gesto de amorosidad que sale de lo profundo de mi ser como algo normal en mi vida? Una cosa aparentemente tan pequeña, sin apenas importancia, que nadie con la cabeza bien puesta sobre sus hombros tomaría demasiado en serio, ¿va a ser para mí la ocasión de mi salvación o de mi condena eterna? ¿No es un tanto exagerado el cuentecito de marras que se nos inventa hoy Jesús? ¿No hemos venido diciendo una y otra vez que todo es cuestión de fe, que ella es la que nos justifica, y ahora parece venirme con estas?

Porque quien sigue a Jesús lo hace en las pequeñeces del camino. No en las declaraciones grandilocuentes, sino en el mirar y ver lo que acontece en torno a nosotros, sus seguidores, que creemos en él y vamos con él a donde quiera llevarnos. ¿Renqueando a veces?, sí, pero eso no importa. La cuestión está en que nuestra mirada de fe sea cuidadosa, como es la suya. Que veamos las necesidades de quien se nos acerca sin que este tenga que zarandearnos para que caigamos en cuenta de que lo tenemos ahí, a la mano. Que nuestra mirada sea como la suya, capaz de ver el ansia de agua que este o el otro, esta o la otra, tienen y nos miran suplicantes para que se lo donemos. ¿Una pequeñez sin importancia, dices? Os aseguro que cuando lo hacíais con uno de mis humildes hermanos y hermanas, conmigo lo hacíais.