Est 14,1.3-5.12-14; Sal 137; Mt 7,7,12

Si pudiera. Si hubiera podido, me acercaría a tus manos, las que me modelaron, para estar contigo, cerca de ti, en el paraíso en el que nos creaste. Mas, ¡oh Dios!, me expulsaste. ¿Fue culpa tuya? Es claro que no. Quise ser como tú; más que tú. Quise que todo lo mío solo pasara por mí. Quise la libertad plenipotenciaria de hacer lo que me pareciera, creyendo esa la manera de acercarme a ti, al proyecto que tenías conmigo y para mí. Mas no me agradó, y me dejé llevar al engaño. Sería libre por mí mismo en cuanto me hiciera como tú. Cuando tomara las decisiones que me forjarían en mi ser. Cuando todo lo tuviera a la mano, sin restricción alguna. Llegué a pensar, así, que solo tú eras el impedimento de mi propia libertad. Comería de todo árbol, porque todo lo tenía a la mano. Todo era fruto de mi libertad soberana. Y ni me di cuenta de cómo, siguiendo ese camino, me alejaba de ti y del proyecto que tu tenías para mí. Conseguí que fueras tú el enemigo acérrimo de mi libertad. Debía elegir: o tú o yo, y me elegí a mí mismo. Creía ser libre de este modo. Radicalmente libre. No me di cuenta del engaño. Caí en las redes del engañador. Y me quedé fuera de mí. Expulsado de todo lo que había sido mío, de lo que podría haber seguido siendo mío. Todo cambió en mi vida. Quedé desconcertado. Dolorido. Sin saber cuál es mi camino. La ponzoña comenzó a adueñarse de mi corazón. Perdí mi amor. Viví en la niebla, y a ese vivir le puse el letrero de libertad. Quise ser libre de esa manera, y solo engendré violencia, egoísmo, aplastamiento. El otro se convirtió en mi enemigo. Solo me fié ya de los nuestros, de los míos, aunque ni siquiera estos me valieron. Todo otro era un peligro. Podía vencerme. Debía vencerle.

¿Cómo, Señor, pude caer hasta aquí? ¿Cómo engañarme de modo que creyera mi libertad el sojuzgamiento más vil? Me arrastré en el engaño. ¿Quién me protegerá ahora de mí mismo y de todos los que he abandonado, cuando no vejado? Quedaré dominado para siempre por el Engañador; antes lo puse con minúscula, pero no, hay que escribirlo con una mayúscula bien grande. ¿Quién me protegerá de él? ¿Quién será mi defensor? Estoy atribulado, vencido. Protégeme que me he quedado solo en el pecado. Me ha vencido, ¿para siempre? ¿Quedaré atribulado sin fin por quien me ganó la partida? ¿Habré llegado a un punto ciego en el que no cabe ya la esperanza?, ¿habré sido vencido, alejado para siempre de Dios mi creador?

Hermosa la oración de Esther. Ha quedado expuesta al peligro máximo. No tiene defensor. Y recurre a su Dios, al Dios de sus padres, que escogió al pueblo de Israel, a su Iglesia,  para siempre. No, no es posible, el enemigo no me puede vencer. Somos su heredad perpetua y no nos ha de abandonar de su brazo. No tengo auxilio fuera de mi Dios, pero sé que él no me ha de abandonar; que me sostendrá sin dejarme caer. Tengo la convicción que cantamos en el salmo. Cuando te invoqué me escuchaste, Señor. Tu derecha me salva. Pediré al Señor y él me dará; buscaré con la certeza de que he de encontrar; llamaré sabiendo que me abrirá. Nuestro Padre que está en los cielos nunca nos ha de abandonar.

En Cristo se nos dona esta certeza segura.