El Evangelio de hoy anticipa la tensión dramática que viviremos durante la Semana Santa. Jesús sube a Jerusalén medio a escondidas y la gente ya sabe que lo quieren matar. Sin embargo, no pueden echarle mano porque aún no ha llegado su hora. Es un misterio grande cómo se conjuga el designio de Dios con la libertad del hombre. Ni Dios anula la libertad humana, ni esta puede impedir el cumplimiento del plan divino.

La frase, “no había llegado su hora” hay que entenderla bien, y más ahora que nos acercamos a las celebraciones culminantes del Año Litúrgico. Esa hora no llegó por casualidad ni la decidió nadie fuera de Dios. Esa hora viene regida por Dios y a ella se han ordenado todas las anteriores de la historia. Es más, a partir de ese momento el tiempo va a ser diferente. La hora de Jesús es el momento en que el tiempo humano deja de estar sometido a la tiranía del pecado y se abre, por la Cruz, a la eternidad misericordiosa de Dios. Será arrastrada por la furia del pecado, pero de la ignominia Dios hará causa de nuestra redención.

Al meditar estos textos me venía a la cabeza una reflexión ascética. Muchas veces decimos que no tenemos tiempo. Y no pocas, para lo que nos falta tiempo es para Dios. Esa carencia se concreta especialmente cuando hay que rezar. En el momento previsto para la oración mil cosas urgentes piden paso. Por eso el Catecismo, refiriéndose a la oración, dice que no se reza cuando se tiene tiempo sino que se busca tiempo para estar con el Señor. Jesús ordena toda su vida en función de esa hora en que el poder de las tinieblas iba a extender su terrible velo sobre toda la tierra y, creyéndose vencedor, ser derrotado para siempre.

Estamos en los inicios de un nuevo pontificado. El Papa Francisco nos sorprendió el día de su elección poniendo a rezar a todos los que estaban en la plaza de san Pedro y que lo acogieron con cariño. Junto a la multitud en Roma fuimos, quizás millones, los que nos unimos a esa oración desde todas las partes del mundo.

Ayer también nuevo Papa nos educó con ese gesto de llevar unas flores a la Virgen, en su visita a la Basílica de santa María la Mayor, donde además rezó ante la tumba de san Pío V. Y, por la tarde, en su homilía volvió al centro de la Cruz con referencias precisas a la oración. En su homilía, breve y sin papeles, tocó habló de caminar, construir y confesar. Y todo centrado en Cristo que va unido con su cruz. No sé si la traducción es muy exacta, pero dijo: “Quisiera que todos, luego de estos días de gracia, tengamos el coraje de caminar en presencia del Señor, con la Cruz del Señor, de edificar a la Iglesia sobre la sangre del Señor, que está sobre la Cruz, y de confesar la única gloria, Cristo crucificado. Y así la Iglesia irá adelante«.

Importantes enseñanzas al inicio de un Pontificado. No sé si marcan un programa, pero sí que nos ponen a todos delante de la verdad que celebraremos en profundidad dentro de pocos días. El nuevo Papa nos invita a unirnos en profundidad a Jesucristo. Oremos por él, para que el Señor lo sostenga en su misión y que pueda conducirnos a todos en el seguimiento de Cristo.