Is 50, 4-7; Sal 23; Fil 2,6-11; Lc 22,14-23,56

¿Por qué?, ¿por qué? ¿Cómo es posible que Jesús terminara de tan mala manera? ¿Qué había hecho él?, ¿que hicimos nosotros, qué hacemos nosotros? ¿Por qué se había anunciado desde antiguo lo que iba a suceder ahora cuando los tiempos llegaban a su plenitud?, ¿por qué se cumplían en él unas Escrituras que todo lo presentían y señalaban? ¿Dónde estaba Dios en todo esto, en este espectáculo, como Lucas (23,48) lo llama?, ¿como maravillosa tragedia griegas, a cuyo espectáculo concurrimos? Es el Misterio de Dios para nosotros. ¡Horror!, misterio de sangre. Nosotros, seguramente, no hubiéramos querido tanto. ¿No hubiera bastado con una insinuación, con un amagar y no dar?, ¿por qué llegar hasta ese final tan desabrido de la cruz? Y nosotros, como los apóstoles, excepto su madre y el joven discípulo al que Jesús tanto quería, ni siquiera nos atreveremos a concurrir en el espectáculo: todos sus conocidos y las mujeres que le habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo todo esto (Lc 48-49). Y ahí tenemos a Jesús, muerto por nuestros pecados y para nuestra salvación. A esto concurre el Misterio de Dios, que se hace visible en el espectáculo terrible y asombroso al que asistimos en esta Semana Santa. ¿Cómo?, ¿espectáculo de sangre? ¿Lo podremos resistir?, ¿lo aceptaremos? Sangre que se derrama de él, dejándolo como carne exhausta, cuerpo exánime, cadáver colgante.

El Señor me ha abierto el oído para que vea ese terrible espectáculo de la cruz, cargado de la injusticia del por nosotros y, sin embargo, para nosotros. El Señor endurecía su rostro como pedernal. ¿Cómo resistirlo, si no? ¿Abandonado de Dios su Padre? ¿Por qué aceptó Dios ese camino para su Hijo? ¿Le condujo a él?, ¿se las hizo purgar en él, aunque fuera para nosotros? ¿Olvidaremos el por? Qué fácil decir: sí, fueron ellos, ¡miradlos!, ahí tenéis a los culpables, pero ¿y tú?, ¿y yo?, ¿dónde estábamos?, ¿qué personaje de la pasión que hoy leemos nos representa?, ¿cuál es nuestra figura? ¿Escuchará el Señor Dios, su Padre, la plegaria desgarrada del Hijo? Es verdad que el salmo que Jesús cita en la cruz termina en la confianza y el abandono tierno en manos de Dios, pero, apetecer que el espectáculo termine con bien, ¿nos libera del por nosotros? Porque no podemos dejar de notar la diferencia, ese por quiere decir que tú y yo somos sus sayones: murió por causa de nuestros pecados, de los tuyos y de los míos, los de ayer, los de hoy y, Dios no lo quiera, los de mañana. No, a mí no me impliques, yo nada tuve que ver con esa muerte ignominiosa. ¡Qué fácil! Tenemos esta semana para, entrando en la interioridad de los diversos actores, en pura contemplación, comprender el espectáculo y el lugar que nosotros ocupamos en él. Murió por nosotros, por mí y por ti. ¿Cómo lo olvidaremos?, nosotros somos artífices de su pasión y muerte. Mirada que nos haga traspasar al crucificado, para ver la relación tan estrecha que él tiene con su Padre Dios e, igualmente, la relación tan estrecha que tiene con nosotros, que concurrimos al espectáculo.

Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre. Extrañas palabras con una utilización distinta del para. Era para nuestra salvación, es verdad, pero ahora, de pronto comprendemos cómo la muerte en cruz es también para gloria de Dios Padre. Sometiéndose por nosotros a la muerte en cruz, Dios lo levantó sobre todo. La cruz es el triunfo de Dios Padre.