Is 50,3-9a; Sal 68; Mt 26,14-25

El Seños me abrió el oído. Palabras de Isaías puestas en el ser mismo de Jesús, para que atendiera la voluntad del Padre y ofrecernos a nosotros palabras de aliento. No se resistió ni se echó atrás. Ofreció sus espaldas a quienes le apaleaban. Se dejó poner en camino hacia la cruz para morir clavado en el madero. Pero, como lo anunció de antiguo el viejo profeta, su Padre estaba con él; por eso, endureció su rostro como pedernal, sabiendo que no habría de quedar defraudado. Misterio de las relaciones infinitas del Padre con el Hijo en la acción del Espíritu, que es su defensor. Nunca quedará defraudado; en él, nunca quedaremos defraudados. ¿Nos lo merecíamos?, ¿nos lo merecemos? Claro que no; el mérito es el suyo, es lo que él pone para salvarnos y redimirnos: su sangre y su carne. Todo lo va a entregar para nosotros. Mirando la torrentera de amor del Padre, se nos da por entero, incluso aunque lo subamos a la cruz. El Señor, su Padre, no lo abandona; siempre estará con él y lo librará de las fauces de la muerte y del pecado. No podrán con él, y, por su medio, tampoco podrán con nosotros. Mas su papel en el espectáculo es asombroso: esperaba compasión, pero no la obtuvo; quería consoladores, pero nos quedamos en la lejanía; le echamos hiel en su comida y para su sed le daremos vinagre. ¡Qué fácil decirnos: son ellos, ellos tuvieron la culpa, yo nada tuve que ver con su muerte, yo no le subí a la cruz!

Os lo aseguro, uno de vosotros me ha de entregar. ¿Acaso soy yo? Ni siquiera estamos seguros de nosotros mismos. Nos hemos descubierto siempre tan débiles, haciendo lo que no queríamos, no dándole el vaso de agua que nos suplicaba, que nos tiemblan las piernas ante esa afirmación de Jesús en el momento de mayor cercanía con nosotros y con sus discípulos. ¿Qué busca?, ¿confundirme? No, no, ¿acaso es él quien impele a Judas Iscariote, robándole su libertad? También nosotros somos libres, aún incluso si tomamos el rumbo del Iscariote. Nunca podremos decir: no lo sabía, fue de modo involuntario, me dejé arrastrar por quien era más fuerte que yo y me venció. Sí, sí, todo eso es verdad, mas siempre tengo una pizca en mí que me hace ver el camino de la cruz, mirando a Jesús clavado en ella. ¿Que es a lo lejos?, ¿por qué no?, ¿acaso soy mejor que sus apóstoles y discípulos? Lo decisivo no es eso; no es que soterrara la imagen y la semejanza con la que fui creado al dejarme engañar por el pecado y la muerte, y querer ser como dios, sino que ahora, viéndole camino de la cruz, la ruta hacia el sacrificio de la muerte, sin siquiera adivinar por entero qué significa, se vaya la mirada de todo mi ser hacia él. Mirada al espectáculo de la cruz. Importa poco que aún no me mueva de mi lejanía —llegará el momento, bien pronto, en que correremos nosotros también hacia el sepulcro para ver la tumba vacía—; en la visión de este prodigioso espectáculo el Señor busca que me adentre en él y trasforme mi mirada.

La oración de las ofrendes pide mostrarnos la eficacia de su poder en el sacramento en el que celebramos la pasión de Cristo, y consigamos así todos sus frutos; frutos de salvación, cuando seremos redimidos, viniendo sobre nuestra mirada la torrentera de amor de Dios.