Sábado Santo

Tengo miedo. Tengo miedo. Así decía el hermano León a su seráfico padre al comienzo de la ópera maravillosa de Olivier Messien sobre Francisco de Asís, la única que él compusiera. Tengo miedo. Tengo miedo,  repite una y otra vez el sencillo y angélico hermano menor. Cuando voy por el camino y este pierde las alegrías de la verdura que lo circunvala. Cuando ya no veo las alegrías de la gente. Cuando las ventanas de las casas se estrechan y van perdiendo su luz. Cuando los árboles dejan caer sus hojas coloreadas por el otoño. Cuando el camino me adentra en el desierto reseco y obscuro, tengo miedo. Veo lo invisible. Veo al Invisible. Tengo miedo, repite el pequeño León.

El Sábado Santo es el día terrible; el más terrible de toda la liturgia. Vacío. Vacío en su negrura. Cristo, nuestro Jesús, ha sido encerrado en la tumba. Muerto por nosotros. Ahí quedó. Ya no hay remedio. Su muerte fue una cruel realidad. Desapareció de nuestra vista al correr la piedra labrada que cerraba el sepulcro nuevo. Ni siquiera hemos tenido ocasión de hacerle funerales dignos. Tras su muerte, todo ha sido rápido, escondido; sin solución. Nos hemos tenido que aguantar las lágrimas, porque, ahora sí, algunos de los nuestros han recogido el cadáver y lo han llevado a aquella estancia de podredumbre. Enterrado el cuerpo de Jesús, alejado de nuestra vista por la losa de la muerte, nos hemos quedado en la soledad absoluta, mirando el vacío de nuestra propia vida y de su muerte, cuando esta nos alcance. Tengo miedo decía el hermano León. Todo ha caído en torno nuestro. Peor, aún, todo ha quedado caído dentro de nosotros, pues ¿cómo mantener la esperanza que nos había poseído?, ¿podrá ella superar a su muerte y a nuestra muerte? ¿Esperanza, dices?, ¿es que no era sino una alucinación, un engaño sin sentido? ¿Esperanza, dices?, ¿no queda ahora patente el final de una ilusión vana y torpe? No es que nos dejáramos embaucar, pues vimos cómo Jesús mantuvo su figura maravillosa hasta la muerte y hasta que desapareció de nuestra vida en el encierro de la negrura definitiva. No, nosotros le seguimos, pero, en este de pronto del día de hoy, nos topamos con la losa sepulcral, que pesa infinito sobre nosotros.

El Sábado Santo comprendo quién soy. En la soledad de mi camino, quedo abandonado, circunvalado por el puro desierto de la cruz. Deberé vivir sin esperanza, en el realismo crudo de los hechos que acontecen. Quedaré rodeado de mi propia soledad. ¿Abandonado de Dios yo también, en espera de que me llegue a mí el momento terrible de la negra muerte? ¿Cómo podré vivir sin esperanza? Se me ha roto quien atraía de mí para sí. He quedado sin el gradiente de esa tensión que me hacía seguirle para estar con él. Ahora, cerrada la gran piedra que lo envuelve en la obscuridad, no me queda sino caminar por mi propio abandono, como si todo hubiera sido un sueño que pasó, dejándome en el ser de mi pequeño yo. Estrecho. Sin aperturas de infinito. Tengo miedo. Tengo miedo. Porque esta tumba cerrada me ha traído a ese pequeño ser que soy. Se me han roto las ataduras. Quedo solo conmigo mismo. ¿No será, pues, que he caído en una desgracia mayor de la que conocía antes de comenzar a seguirle? Maldita la higuera a la que me subí para verle, y desde la que oí su llamada. ¿Para qué?, ¿para terminar chocando con la piedra enorme que cierra su sepulcro y me deja en la pequeñez negra de mi pequeño yo?

Creía haber descubierto la vida, pero, en cambio, me encuentro con la muerte mas veraz, que arrastra todo lo que soy.

 

Noche pascual

Y, sin embargo, explosión de luz en mitad de  la noche

 

Porque, de pronto, en la negrura de la noche brilla una luz, el cirio pascual, y por tres veces, mientras nos acercamos al centro de la celebración desde la obscuridad de la noche exterior, cantamos: Luz de Cristo. Entre nieblas que van aclarándose recobramos una increíble esperanza, que el Señor no ha muerto definitivamente; que no se pudrirá en la negrura del sepulcro; que, habiendo bajado a los infiernos para rescatar a los que ya habían muerto, asciende para iluminarnos a todos con su luz transfigurada. Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo, ¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados? ¡Feliz la culpa que mereció tal redentor! ¿Os acordáis, estábamos sumidos en el por nosotros que había llevado a la cruz a Jesús, nuestro Señor, y, de pronto, comprendemos que esa muerte ha sido para nosotros? Muerte real; muerte cruel, pero que no apaga todo, al contrario, ella se hace columna de fuego que esclarece las tinieblas del pecado. Porque, lo vamos a ver en la largura inmensa y preciosa de la noche pascual, Cristo ha resucitado. Su muerte no ha acabado con él, pues el Padre, por la fuerza del Espíritu, lo hace volver a nosotros en el cirio radiante. Y, por eso, cantamos ebrios de emoción. ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo! ¡Qué noche tan deliciosa!

Por eso, en el tintineo de nuestra esperanza, nos alargamos en tantas y tantas lecturas bíblicas que nos hacen comprender lo que estaba anunciado y tenía que llegar a nosotros. Que Dios no había abandonado a su Hijo; que Jesús no se pudriría bajo la losa, dejándonos en el más negro de los abandonos. Contemplaremos cómo Dios creó al principio todo. Hágase la luz. Y es esa luz la del cirio pascual. Luz de Cristo. Luz de nuestra esperanza. En ella se nos ha de dar de nuevo nuestro ser imagen y semejanza, donados en el Hijo. Ahora sabemos de qué manera la misericordia de Dios llena la tierra. Ahora comprendemos cómo Abrahán es nuestro padre en la fe y Moisés vio al Señor, el Invisible, con nuestros propios ojos, porque lo vemos en el Hijo, al que conocemos, pues nunca nos abandonará. Sublime es su victoria. Comprendemos que nuestro Redentor es el Santo de Israel; que él es el agua y el pan y el vino que se nos dan de balde. Porque él es nuestro Dios, y no hay otro fuera de él. Porque somos su pueblo y ovejas de su rebaño. Porque ahora nuestros huesos se llenarán de carne; nuestro corazón se hará de carne. San Pablo nos lo anuncia con gozo: los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte; si con él hemos muerto, viviremos con él. Y esta es la noche en que, por la renovación de las promesas del bautismo, nos incorporamos a él. Moriremos con él, sí, es verdad, pero será para vivir con él. No nos dejará, olvidándose de nosotros. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios. ¡Feliz nuestra culpa que nos procuró tal Señor! La muerte ya no tiene dominio sobre él, y, por él, por la bondad del Padre, manantial de la torrentera de amor, con la fuerza del Espíritu, tampoco tiene dominio sobre nosotros.

Ahora, en el primer día de la semana, de madrugada, corrimos con las mujeres al sepulcro, llevando los aromas que habían preparado. ¡Asombro inaudito! ¿Por qué buscáis  entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea.