Hch 10,34a.37-43; 117 Col 3,1-3 o 1Cor 5,6b-8; Jn 20,1-9

Que ansiosos correteos. Mirad lo que dicen esas mujeres coplosas, que María Magdalena al amanecer fue y vio la losa quitada. El mayor y el otro discípulo corrían juntos, y se asomó primero Simón Pedro. Porque entró en el sepulcro vacío, vio y creyó.

Podían haber ocurrido muchas cosas, tantas causas que explicasen la ausencia del cadáver, pero, porque entró, vio y creyó. Se adentró en el Misterio. Las cosas solo materiales, el sudario y las vendas, estaban allá, bien enrolladas cada una en su sitio, pero el sepulcro estaba vacío del cuerpo de Jesús. ¿Qué vio? Lo invisible. Percibió al Invisible, y por eso, entrando, creyó. ¿En qué creyó? En que el Padre no había podido abandonar a su Hijo, la carne muerta del Hijo; que allí, en ese vacío de la carne, se mostraba el inicio del Misterio de salvación. La súplica es obvia: dime dónde lo has puesto. ¿A quién hacemos esa pregunta angustiada y llena de esperanza? Al Padre Dios. Es él quien se lo ha llevado, no dejando que esa carne santa se pudriera en la aniquilación de la tumba. Entrando, vio lo que allá se le mostraba, porque hasta ese momento no había entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos. Se le mostraba a la muerte vaciada de su presa; se hacía patente en todo su esplendor la esperanza de que su muerte no había sido definitiva. Quien es el Hijo la había vencido y su carne no podía ser guardada en aquel obscuro recinto en espera de la resurrección final. Había acontecido lo imposible, se había hecho posible ante sus ojos, y Simón Pedro y el otro discípulo, al que Jesús tanto amaba, dispuesta la materialidad ausente y limpia de todo comienzo de disgregación en aquel recinto sepulcral, sin ver más que eso, creyeron. Entraron en el Misterio de la acción de Dios, en el que lo imposible se hace realidad posible. Comprendieron que no podía el Padre abandonar al Hijo, sino que como siempre, y ahora de una manera muy especial, lo liberaba de toda imposibilidad por la fuerza del Espíritu. La muerte, así, había sido vencida. La carne de Jesús, muerta en la cruz, no podía quedar encerrada en las tinieblas del lugar de los muertos en el que los justos esperaban la resurrección final. Además, ¿cómo creer en ella si el Hijo había sido abandonado de manera tan cruel, tan despiadada, vencido por el pecado? No, el Hijo se adentró en los infiernos, precisamente, para liberar de la muerte a los que allá habitaban, como primicia de la victoria. Misterio del sepulcro vacío.

¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! En el sepulcro vacío vio la fuerza de su esperanza, por eso creyó.

Entrando en aquel vaciamiento de la cruz y del sepulcro, vio cómo su Jesús, porque Hijo del Padre en la fuerza del Espíritu, era la imagen y semejanza de Dios. El lugar, pues, en donde se nos regalaba en plenitud la naturaleza de nuestra propia imagen y semejanza en la que fuimos creados. Comprendió cómo, en lo que significaba aquel sepulcro tan ordenadamente vacío, se nos donaba la plenitud de nuestro ser de amorosidad. Creyó sin ver. Estamos en el amanecer del domingo, nos queda un largo día para ver y creer en la plenitud de nuestra fe. Lo sabemos ya, pero todavía no hemos visto a quien vive porque ha resucitado de entre los muertos.

El largo día de Pascua transformará nuestra vida.