Hch 2,36-41; Sal 52; Jn 20,11-18

Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quien buscas? La palabra mujer, dicho con la que solemnidad con la que la pronuncia Jesús nos la pone de ejemplo; nos la da a nosotros para que seamos como ella. María lloraba junto al sepulcro. No entendía qué estaba aconteciendo. Tampoco lo entendemos nosotros.  El cuerpo muerto de Jesús, que ella había ayudado a llevar a la cercana tumba, había desaparecido. No estaba allá donde lo había dejado. ¿Se lo habrían robado?, pero ¿quién podía haberlo hecho?, para nada servía ya, si no para embalsamarlo según la costumbre israelita y abandonarlo en el sepulcro hasta cuando sonaran las trompetas finales en el valle de Josafat. ¿Habría sido todo una gran ilusión imaginativa que pinchaba sin resultados? María lloraba, y yo con ella. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Se asomó al sepulcro sin darse siquiera cuenta, seguramente, de la pesadez de la losa que había cerrado la angosta boca, y vio dos ángeles sentados, uno a la cabecera y otro a los pies. ¿Qué está pasando aquí? Ni María ni yo podemos entender ese vaciamiento de la carne muerta de nuestro Jesús. Lo único que vemos es que no la vemos. Queríamos contemplarlo muerto, pero no está. ¿Por qué lloras? Porque se han llevado el cuerpo de mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Creemos, simplemente, que su cadáver ha sido trasladado a algún otro lugar, pues ¿qué podemos pensar? Se han llevado a mi Señor. ¿Cómo podríamos pensar lo imposible, que quien se lo ha llevado es Dios su Padre, suscitándolo de la muerte a la vida? Da media vuelta y ve a Jesús, pero como aparece varias veces en los relatos de resurrección no sabe a quien ve; no lo reconoce. No sabía, no sé con ella, que era Jesús. Porque María no busca al Cristo, al que ocupa esa función asombrosa; busca a Jesús, al cuerpo de Jesús, su carne desecada, pues su sangre ha quedado derramada en el Gólgota. Lo toma por el hortelano: Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré. Palabras de una humildad y de un realismo que nos dejan boquiabiertos. María sigue con sus pensamientos, y desde ellos ve la escena majestuosa en la que está participando junto a Jesús resucitado. Contempla, pero no ve. Su contemplación es a ojos cerrados; le falta la mirada que puede ver. No reconoce a Jesús resucitado, porque su mirada es confusa. Miro sin ver, y solo veo las espesuras de la obscuridad de mi inmenso dolor que ha quedado difuso en mis más íntimas interioridades. Ha visto demasiado cerca la muerte de su amado para que ahora lo pueda reconocer. Es él mismo quien me dice: ¿A quién buscas?, pero ni siquiera soy capaz de reconocer el timbre de aquel a quien tanto amé, cuando sabéis que el timbre de la voz es lo que primero nos indica quién es el que está con nosotros. La cruz parece haber taponado la realidad de lo que está aconteciendo. Solo la miramos a ella. Hemos quedado clavados en ella por nuestra incomprensión. ¿Cómo es posible lo que aconteció ante nuestros ojos?, porque vimos morir a nuestro Jesús, y luego allá lo dejamos en el sepulcro. Muerto. ¿Cómo podríamos reconocer con nuestra mirada que parece haber quedado cegada, a quien, resucitado, está junto a nosotros? Tiene que venir la voz que le llama con dulzura por su nombre: ¡María!

Y María Magdalena fue y anunció a los discípulos que había visto al Señor.