También hoy podemos escuchar la voz del Buen Pastor. Los Padres de la Iglesia salieron al frente de quienes se lamentaban de no poder ver y oír directamente al Señor como hicieron sus contemporáneos. En las Sagradas Escrituras y en la Iglesia reconocemos la palabra del Señor y somos invitados a seguirle.

En las lecturas de hoy encontramos tres momentos. En el Evangelio aparece Jesús, el Buen Pastor. Es Él quien da la vida eterna. Hace pocos días celebrábamos la resurrección de Jesús. Por ella ha ganado a todos los hombres y, a quien le siga, le garantiza que ninguna fuerza podrá separarlo de Él. Hay una invitación a la confianza: “Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre”. Luchamos muchas veces contra fuerzas y poderes que nos superan. Pero si nos abandonamos en Dios entonces nada puede contra nosotros.

El Buen Pastor, que entrega su vida, continúa hablando en la Iglesia. En la primera lectura vemos como el evangelio va siendo anunciado y son muchos los que encuentran en él la salvación. Son los que oyen y reconocen la voz del Buen Pastor:”Cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron mucho y alababan la palabra del Señor”. La respuesta a la palabra oída es la fe. Por su carácter personal ésta es, principalmente, la respuesta a una persona. Cuando creemos, respondemos a Alguien que nos ha hablado y, entonces, como reza el salmo, somos “su pueblo y ovejas de su rebaño”. De la imagen de la oveja nos interesa la docilidad a su pastor y cómo es conducida por su palabra.

El tercer momento lo describe el Apocalipsis. La multitud que ha reconocido a Jesús como Buen Pastor y ha recibido los dones de la redención, participa ahora de la vida divina. Se trata de una multitud inmensa, porque la salvación del Señor llega a todos los pueblos, que se identifica con los signos de la inocencia (vestido blanco) que les ha sido concedida por Jesucristo y que proclaman su victoria sobre el pecado y la muerte (palmas). Todos ellos están “de pie delante del trono y del Cordero”. No están postrados y así se significa la vida y dignidad que le es conferida al cristiano por la gracia.

En el mosaico que el padre Rupnik realizó para la nueva basílica de Fátima se ve al Cordero y, a ambos lados los santos con las palmas. Todo el mosaico resplandece en tonos dorados y es una invitación a tener presente en nuestra vida diaria el fin para el que hemos sido creados. Las oraciones de la misa de hoy también lo recuerdan. En la colecta se vincula el gozo que sentimos por de la resurrección, que es visa como un anticipo y un impulso a perseverar en el camino de la fe, con la alegría eterna del reino de los elegidos. Lo que celebramos no lleva a mirar más allá. La misma celebración, señala la oración sobre las ofrendas, nos mantiene en ese gozo al actualizar el misterio de la redención. Por eso la liturgia alimenta nuestra esperanza en la vida eterna y, desde esa alegría, nos sostiene en la vida diaria. Por otra parte, conscientes de nuestra debilidad, en la oración de poscomunión, se pide al Padre que nos sostenga para que podamos alcanzar la alegría eterna que se nos promete.