En el umbral de su pasión Jesús da un mandamiento nuevo: “que os améis unos a otros como yo os he amado”. A la luz de la pascua estas enseñanzas se comprenden mejor. En nuestra época la palabra amor se entiende de muchas maneras y, a veces, está muy lejos de lo que Jesús nos pide. Pero Jesús no nos deja un mandamiento abstracto. Anuncia su pasión, con el lenguaje de la glorificación, porque es una entrega por amor al Padre que será correspondida con amor ya que el Hijo, con su humanidad, se sentará a su derecha. Y, en la vida de Jesús, y más precisamente en su pasión y muerte, se nos muestra la verdadera naturaleza de lo que el Señor nos pide. Escribió Benedicto XVI: “Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar”.

Por eso, como señalará san Juan en una de sus cartas, el mandato de Jesús es que creamos en Él y nos amemos los unos a los otros. La fuente, el modelo y las fuerzas para amar están en Él. Decía el santo Cura de Ars que “La caridad, preciosa virtud sin la cual nuestra religión es sólo un fantasma”. Si quitamos a Jesucristo no sabemos qué es el amor y si no descubrimos el amor que Él nos tiene y respondemos a ese amor nuestra religión es una simple carcasa.

Pero no debemos entender el mandamiento del amor sólo como una norma que indica la pertenencia a un grupo. El amor, y la posibilidad de amar como Él, es lo que Jesús nos da. Así entendemos la unidad de este evangelio con las otras lecturas que se proclaman este domingo. La consumación del mundo, en el Apocalipsis, nos es descrita como el encuentro entre la esposa y el esposo. La unión definitiva, en el amor, de la Iglesia con Jesucristo. Porque la vida eterna consiste en gozar del amor de Dios. En ese amor infinito se disuelven todas las lágrimas y es aniquilado todo dolor e incluso la muerte. Amar sin límites y en plenitud es lo que se nos promete. El mandamiento de Jesucristo es, para nosotros, camino y anticipo. La Vida eterna, que está en Él, se nos participa por ese amor, en el que somos reconocidos como discípulos suyos.

Ese amor es también la medida de la vida de la Iglesia en este mundo y de todas sus actividades. Lo vemos en la primera lectura en la que se nos habla del dinamismo misionero de los primeros cristianos. Hay que anunciar a Jesucristo a todos los hombres. Ese es el deseo de Dios, que con su gracia abre “a los gentiles la puerta de la fe”. Sólo el amor a Dios y a los hombres  justifica el afán de aquellos primeros cristianos y de los misioneros de todos los tiempos. Con el anuncio de la fe, y la conversión de la gente, crece la Iglesia, que es el lugar dónde vivimos el amor. En ella se derrama la gracia de Dios hacia su amada, que nos salva de nuestros pecados. En ella, también, somos capaces de amar a Dios y aprendemos a amar a los demás hombres. El encuentro de Pablo y Bernabé con los cristianos de Antioquía, donde narran su experiencia misionera, es un signo de que el motor de sus vidas es ver que hay más gente que conoce el amor de Dios. Ese amor, que se nos da como gracia y como mandamiento, es el que permite “perseverar en la fe”, porque “hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios”. La glorificación de la que habla Jesús refiriéndose a su pasión se revive también, de alguna manera, en la Iglesia. Buscar la gloria de Dios es amarle por encima de todo. La gloria que Dios nos dará es estar junto a Él para siempre.