Hch 16,11-15; Sal 149; Jn 15,26-16,4ª

Es Pablo quien habla a Lidia, natural de Tiatira, vendedora de púrpura, cuyo oficio era muy remunerador. Como también es verdad que somos tú y yo, los miembros de la Iglesia  quienes con nuestras propias palabras y nuestras propias acciones conversamos con nuestras Lidias. Pero, no nos confundamos, no es a nosotros a quien ella escucha, sino al Señor, mejor, es él quien le abre el corazón para que acepte esta pobre palabra y esta pobre acción nuestra como lo que es, palabra de Dios. Sorprende pensar que a seres tan enclenques como nosotros se nos da una palabra y un hacer que abre el corazón de Lidia para que nos escuche y nos vea como lo que somos en ese diálogo con ella: mensajeros de Jesucristo, de modo que ella recibe por nuestra boca, por nuestras manos, por nuestros ojos y oídos, lo que es de Dios. Para esto es esencial darse cuenta de que lo hacemos en la Iglesia, y esta, lo sabemos bien, no es nuestra, sino que es la Iglesia de Dios y de Jesucristo, como dice la primera línea de la primera carta de Pablo a los Tesalonicenses, seguramente el primer escrito cristiano  que ha llegado hasta nosotros como tal.

Ha venido el Defensor y es él quien da testimonio de Jesús. Pero no solo él, porque también nosotros daremos ese testimonio. Incluso no es alocado pensar que el mismo testimonio del Espíritu pasa a través de nosotros, no sea más que porque él se nos ofrece a todos en los sacramentos que nosotros hacemos realidad y nosotros distribuimos. Jesús convierte el pan y el vino en su cuerpo y en su sangre donado por y para nosotros, pero nos dice luego que lo distribuyamos a todos. La acción de la Iglesia es sacramental. Entregamos el pan y el vino que son sacramento de salvación. Bautizamos con el agua y cristamos con el aceite del Espíritu para que quienes nos han oído reciban en su corazón lo que les decimos. Hay algo sorprendente en estos modos sacramentales que constituyen la arpillera misma en la que se teje la Iglesia, el sacerdote ordenado en la Iglesia dice: ‘Esto es mi cuerpo’ y ‘Esta es mi sangre’. Es obvio que no son su propio cuerpo y su propia sangre, sino la de Jesús, muerto y resucitado. Mas en el sacramento, misterio tremendo, son las palabras dichas en la Iglesia las que abren los corazones de quienes nos escuchan para aceptar la palabra que es de Dios. A través de las palabras del sacerdote ordenado en la Iglesia, el pan y el vino dejan de serlo como tal para convertirse en el cuerpo y la sangre del Señor, que nos sirven de alimento. Acción del Espíritu de Dios en su Iglesia. Porque ahí, en ese sacramento eucarístico, a los que hemos recibido en la Iglesia el agua del bautismo, acto por el que hemos muerto con él para ser resucitados también con él, la boca con sus palabras y las manos con sus gestos nos donan a Cristo Jesús en su carne para alimento de nuestra vida. Y, además, nos invita a que hagamos ‘esto’ en memoria suya. ¿Qué significa tal cosa? Lo mismo que hace Jesús: entregar, servir, orar al Padre, hacer su voluntad. Siempre en su Iglesia. Hemos conocido al Padre y hemos conocido al Hijo, por eso nuestras palabras y acciones abrirán el corazón de todas las Lidias para que acepten lo que Pablo decía.