Evangelio de este día nos habla de la resurrección de los muertos. Algunas estadísticas indican que muchos cristianos no son conscientes de esta verdad de fe. Yo mismo he comprobado, hablando con adolescentes y jóvenes, que consideran la resurrección de la carne como algo metafórico. En los primeros tiempos pasaba algo parecido. San Pablo, cuando anuncia en Atenas que los muertos resucitarán, ve con sorpresa que todos dejan de escucharle. Encontraban aquella doctrina extravagante.

Al decir que resucita la carne, lo cual es posible gracias a la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, afirmamos también el valor de todo lo humano. La Iglesia siempre ha huido del angelismo. En la historia han existido muchos movimientos, nacidos en el seno del cristianismo, que despreciaban lo material. Daban tanta importancia a lo espiritual que negaban el valor del cuerpo. Era el caso, por ejemplo, de los maniqueos. Sin embargo, Jesús, con su encarnación asume todo lo humano y, en primer lugar el cuerpo y el alma. Muere verdaderamente y resucita.

La resurrección de la carne nos ayuda a relacionarnos con todo lo material sabiendo que lo mejor de ello será recuperado en la vida eterna. Por ello tienen sentido las emociones estéticas, escuchar una música bella o paladear un buen vino. El mundo no es malo y nuestro cuerpo tampoco. El hecho de que la vida humana no se agote en su corporeidad no significa que debamos despreciarlo.

Ahora bien, la resurrección señala también un estado de plenitud. Nuestro cuerpo, entonces glorificado, no estará sujeto a las necesidades que ahora experimentamos ni tampoco se resistirá a las mociones del alma. Resplandecerá con la plenitud de vida que Dios le comunica. Pensar en la resurrección no nos lleva a idolatrar lo corporal sino a tomarnos la vida en serio y con esperanza. De hecho, si no hubiera esperanza tampoco habría seriedad y todo parecería un juego.

San Pedro de Alcántara tiene unas sugerentes meditaciones sobre la muerte. Para algunos pueden resultar tremebundas, pero dice cosas muy interesantes. Señala, por ejemplo, y a mí me ayuda, el dolor que deben sentir alma y cuerpo al separarse en el momento de la muerte. Lo han compartido todo durante tantos años y, de repente, emprenden viajes separados. Ese es un punto muy misterioso de nuestra existencia. De ahí que nosotros aceptemos alegres la noticia del Señor de que la muerte ha sido vencida y el hombre, después de esta vida, podrá alcanzar en plenitud la unidad por la que lucha en esta vida.

Porque la resurrección de la carne nos habla también de la unidad del hombre y nos impulsa a buscarla. Precisamente uno de nuestros dramas es el vivir escindidos. Jesús nos da una clave para esa unidad: “No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos”. La pregunta de los saduceos escondía una trampa. Con su ejemplo absolutamente inverosímil pretendían separar lo que hacemos en este mundo de nuestro destino definitivo. Pero estamos en manos de Dios y sólo en Él se entiende todo.