Son muchas las ocasiones en las que, en la liturgia, podemos escuchar fragmentos de las epístolas de san Pablo. Hoy nos encontramos con el inicio de una de sus cartas. Lo primero que me llama la atención es que san Pablo reconoce quien es y a quien escribe. Se sabe apóstol por el designio de Dios y, se dirige a los cristianos de Corinto y a todos los de la región, a los que denomina santos. ¿Cuántas veces no habremos olvidado nosotros quienes somos y ante quienes nos encontramos? Somos hijos de Dios, elegidos por Jesucristo y señalados con la gracia del bautismo. Las personas con las que nos encontramos siempre son alguien amado por Dios, y por eso existen. Además, muchas veces, habremos de pensar que nos encontramos con ellos por algún motivo. De hecho pueden ser santos, o porque viven la gracia o porque, están llamados por Dios a serlo. San Pablo nos enseña a vernos, en nuestra relación con los demás, en esta doble dependencia de Dios. Hemos de actuar sabiendo que él nos sostiene y, al mismo tiempo, reconocer que las personas con las que nos encontramos o vivimos habitualmente, también están en el plan de Dios.

¿Qué les desea en su saludo? Ante todo la gracia y la paz de Dios. Es también lo que hemos de querer para los demás. Y, en ello va incluido todo lo demás. Muchas veces serán cosas concretas, como salud, acierto en una decisión, tranquilidad, suerte en una entrevista… pero todo tiene que poder incluirse en lo que Dios quiere y da a esa persona. La gracia indica la salvación que por libre iniciativa y pura generosidad el Señor derrama. La paz apunta a la plenitud de los dones de Dios, a que se completa en nosotros su programa de amor.

Después el apóstol pasa a bendecir a Dios. Porque todo bien tiene en Él su origen. Y reconoce que sus dones nos son entregados para seguir derramándose a través nuestro. Por eso señala “él nos alienta en nuestras luchas hasta el punto de poder alentar nosotros a los demás en cualquier lucha, repartiendo con ellos el ánimo que nosotros recibimos de Dios”. Es precioso. San Pablo se reconoce en un combate. Todos sabemos las dificultades que sufrió durante su ministerio apostólico. Pero se da cuenta de que es continuamente sostenido por Dios. Pero, además, de que hay como un exceso de gracia en él, para que pueda socorrer a otros. De hecho, nuestra vida cristiana no sólo canta las maravillas que el Señor realiza en nosotros, sino que siempre ayuda a los demás. En la Iglesia experimentamos como unos a otros, los cristianos nos ayudamos a progresar en el camino del evangelio.

Y, partiendo de su propia vida, indica como participa del sufrimiento de Cristo pero, al mismo tiempo, tiene buen ánimo. Y así quiere que los demás puedan encontrar ejemplo y estímulo. Porque participar de los sufrimientos de Jesús, para que se difunda su salvación, conlleva siempre la alegría interior. San Pablo quiere que los cristianos de Corinto, que le son tan queridos, puedan configurarse con el Señor en todos los aspectos y ello incluye la cruz. Y hay una solidaridad. No podemos confortar a otros en su dolor si nosotros esquivamos el sufrimiento que puede darse por el amor a Dios y al prójimo. San Pablo sufría por amor, y así era capaz de consolar a los que quizás también, unidos por el amor a Cristo, iban a sufrir para mantenerse y comunicar dicho amor.